La carta que rompió mi hogar: Cuando mi madre me exigió ser su sostén
—¿Por qué tienes esa cara, Luis? —pregunté mientras secaba los platos, notando cómo mi marido sostenía un sobre blanco con el ceño fruncido.
—Es para ti, Lucía. Viene de tu madre —dijo, evitando mirarme a los ojos.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No hablaba con mi madre desde hacía casi ocho años. Tomé el sobre con manos temblorosas y lo abrí. El papel olía a perfume barato y rencor antiguo. Leí en voz alta:
“Por la presente, y amparándome en el artículo 142 del Código Civil español, le exijo a mi hija Lucía González el pago mensual de una pensión alimenticia, en virtud de mi situación de necesidad y su obligación legal como descendiente directa…”
Me quedé sin aire. Luis me miraba esperando una reacción, pero solo pude reírme, una risa amarga y nerviosa que no tardó en convertirse en llanto. Él no entendía. Nadie podía entenderlo si no había crecido como yo.
Mi madre, Carmen, nunca fue una madre al uso. Cuando tenía diez años, se marchó con un hombre a Valencia y me dejó con mi abuela en un piso pequeño de Lavapiés. Volvía cada Navidad con promesas vacías y regalos envueltos en papel brillante, pero nunca se quedaba más de dos días. Cuando cumplí dieciocho, apareció para pedirme dinero por primera vez. «Eres mi hija, tienes que ayudarme», decía siempre.
Luis intentó consolarme:
—¿Qué vas a hacer? ¿Esto es legal?
—En España sí —le respondí—. Si un padre demuestra que está en situación de necesidad y que su hijo puede ayudarle, la ley lo obliga.
Él se quedó callado. Sabía que no era justo, pero la justicia rara vez entiende de sentimientos.
Esa noche no pude dormir. Recordé las veces que esperé a mi madre sentada en la escalera del portal, mirando cómo las luces de la calle se encendían una a una. Recordé el frío de las noches sin abrazo y el calor de mi abuela, que nunca se quejó aunque tuviera que limpiar casas ajenas para darme de comer.
Al día siguiente llamé a mi hermana Marta, que vive en Zaragoza.
—¿Te ha llegado también la carta? —pregunté sin saludar.
—Sí —respondió con voz cansada—. Mamá está desesperada. Dice que no tiene para pagar el alquiler y que si no le ayudamos nos va a denunciar.
—¿Y tú qué piensas hacer?
—No lo sé, Lucía. Me siento fatal… Pero ¿por qué tenemos que pagar por sus errores?
Colgué sin despedirme. La rabia me quemaba por dentro.
Durante días evité hablar del tema con Luis. Él intentaba animarme:
—Podemos buscar un abogado, ver si hay forma de evitarlo…
Pero yo sabía que la ley estaba de su parte. Y lo peor era la culpa: ¿y si realmente necesitaba ayuda? ¿Y si algún día yo fuera esa madre sola y enferma?
Una tarde recibí una llamada desconocida. Era ella.
—Lucía, hija, ¿vas a dejarme en la calle? —su voz sonaba rota, pero yo ya no podía distinguir si era verdad o manipulación.
—Mamá, tú me dejaste sola toda la vida. Ahora vienes a exigirme algo… ¿Por qué crees que te lo debo?
—Porque soy tu madre —respondió sin dudar.
Colgué antes de empezar a llorar otra vez.
Luis me abrazó fuerte esa noche. Me dijo que él me apoyaría en cualquier decisión, pero yo sentía que estaba sola ante el abismo.
Pasaron las semanas y llegó la citación judicial. Mi madre había cumplido su amenaza. El día del juicio fue gris y lluvioso. En la sala, ella parecía más pequeña y frágil de lo que recordaba. Llevaba un abrigo viejo y los ojos hinchados de tanto llorar… o fingir.
El juez escuchó nuestros argumentos. Yo hablé de mi infancia, del abandono, del dolor. Mi madre habló de su soledad, de su enfermedad, del derecho que le daba la ley.
Al salir del juzgado, Marta me abrazó:
—¿Crees que algún día podremos perdonarla?
No supe qué responderle.
Semanas después llegó la sentencia: debíamos pagarle una cantidad mensual entre las dos. No era mucho dinero, pero sentí como si me arrancaran algo más profundo: mi dignidad, mi derecho a decidir a quién amar y a quién cuidar.
Luis intentó celebrar que al menos no era una cantidad desorbitada, pero yo solo podía pensar en lo injusto de todo aquello.
Hoy sigo pagando esa pensión cada mes. Mi madre vive en un piso compartido en Vallecas y apenas nos hablamos. A veces me pregunto si algún día podré liberarme del peso de su abandono o si siempre seré esa niña esperando en el portal.
¿Hasta qué punto debemos cargar con los errores de quienes nos dieron la vida? ¿Es justo que la ley nos obligue a cuidar a quien nunca nos cuidó?