Un Año Sin Visitas y Una Llamada Inesperada: El Secreto de la Llegada de Don Ernesto
—¿Por qué ahora, Jessica? ¿Por qué después de un año sin saber nada de tu papá, justo hoy tiene que llamar? —le pregunté mientras el arroz hervía y el reloj marcaba las siete de la noche. Ella no me miró. Solo apretó el celular entre las manos y murmuró: —Dice que ya viene en camino. Que necesita hablar con nosotros.
No era un secreto que Don Ernesto y yo nunca habíamos tenido la mejor relación. Desde que nos casamos, hace tres años, su presencia era más bien una sombra: una llamada en Navidad, un mensaje escueto para el cumpleaños de Jessica, y poco más. Cuando decidimos casarnos, fue claro: no había dinero para fiestas. Nuestra boda fue en la sala de mi tía Rosa, con tamales y refresco, rodeados solo por los más cercanos. Don Ernesto ni siquiera se quedó hasta el final; tenía “cosas que hacer”.
Pero esa noche, mientras el vapor del arroz llenaba la cocina y Jessica se mordía las uñas, sentí que algo estaba a punto de romperse. No era solo la tensión del reencuentro; era el miedo a lo desconocido. ¿Qué podía querer después de tanto silencio?
El timbre sonó a las ocho en punto. Jessica corrió a abrir. Yo me quedé parado en la cocina, secándome las manos en el delantal. Cuando entró Don Ernesto, lo primero que noté fue lo mucho que había envejecido: ojeras profundas, el cabello más canoso, la camisa arrugada. Traía una maleta pequeña y una bolsa del OXXO.
—Buenas noches —dijo con voz seca.
—Buenas noches, Don Ernesto —respondí, intentando sonar cordial.
Jessica lo abrazó fuerte. Él apenas le devolvió el gesto. Se sentó en el sillón sin quitarse los zapatos ni preguntar si podía quedarse.
—¿Cenaron ya? —preguntó mirando el piso.
—Estamos por hacerlo —respondí.
El silencio se instaló como un tercer invitado incómodo. Jessica sirvió los platos y nos sentamos los tres en la mesa diminuta del comedor. Nadie hablaba. Solo se escuchaba el ruido de los cubiertos y el zumbido del refrigerador viejo.
De pronto, Don Ernesto dejó caer el tenedor y se frotó la cara con las manos.
—Tengo que pedirles un favor —dijo al fin—. No sé a quién más acudir.
Jessica lo miró con los ojos llenos de preocupación.
—¿Qué pasa, papá?
Él suspiró largo. —Me quedé sin trabajo hace seis meses. No he podido pagar la renta y me van a desalojar. No tengo a dónde ir…
Sentí un nudo en el estómago. Nuestra situación tampoco era fácil: apenas alcanzábamos para pagar nuestro propio alquiler, las cuentas se acumulaban y yo trabajaba horas extras en el taller mecánico para cubrir lo básico. Jessica daba clases particulares de inglés en línea, pero no era suficiente.
—Papá… —empezó Jessica, pero él la interrumpió.
—No vengo a quedarme mucho tiempo. Solo hasta que consiga algo. Sé que no es fácil para ustedes…
Me mordí la lengua para no decir lo primero que pensé: que nunca estuvo cuando lo necesitamos, que ahora venía a pedir ayuda cuando menos podíamos darla. Pero vi la cara de Jessica, tan vulnerable, tan llena de amor por ese hombre roto frente a nosotros.
Esa noche casi no dormí. Escuchaba los pasos de Don Ernesto en la sala, su tos seca, el crujir del sofá cama donde se acomodó como pudo. Jessica lloraba en silencio a mi lado.
Los días siguientes fueron una prueba para todos. Don Ernesto salía temprano a buscar trabajo y regresaba al anochecer con la mirada perdida. Yo evitaba estar en casa; prefería quedarme horas extras en el taller antes que enfrentar ese ambiente denso y cargado de reproches no dichos.
Una tarde, mientras arreglaba un motor viejo con mi jefe, Don Manuel, me desahogué sin querer:
—Mi suegro está viviendo con nosotros… No sé cuánto tiempo más vamos a aguantar así.
Don Manuel me miró con esa sabiduría de barrio:
—A veces la familia es lo único que nos queda cuando todo lo demás falla, hijo. Pero también hay que poner límites.
Esa noche llegué decidido a hablar con Jessica. La encontré sentada en la mesa del comedor, revisando cuentas con los ojos rojos.
—No podemos seguir así —le dije—. Apenas tenemos para nosotros…
Jessica asintió, derrotada.
—Lo sé… Pero es mi papá. No puedo dejarlo en la calle.
En ese momento escuchamos un golpe seco en la sala. Corrimos y encontramos a Don Ernesto tirado en el suelo, desmayado por el hambre y el cansancio. Llamamos a una ambulancia y pasamos la noche en urgencias del hospital público.
Allí, entre los gritos y el olor a desinfectante barato, Don Ernesto confesó lo que realmente pasaba:
—No solo perdí mi trabajo… Me diagnosticaron diabetes hace meses y no tengo dinero para medicinas ni para comer bien. Me daba vergüenza decirlo…
Jessica rompió en llanto. Yo sentí una mezcla de rabia e impotencia. ¿Cómo podía ser tan orgulloso? ¿Por qué ocultar algo así?
A partir de ese día todo cambió. Buscamos ayuda en el centro comunitario; Jessica organizó rifas y ventas de comida para costear las medicinas; yo hablé con Don Manuel y consiguió un trabajo temporal para Don Ernesto limpiando autos en el taller.
No fue fácil. Hubo peleas, días sin comer bien, noches enteras discutiendo sobre dinero y responsabilidades. Pero también hubo momentos de ternura inesperada: Don Ernesto enseñándole a mi hijo Emiliano a jugar dominó; Jessica y él cocinando juntos recetas viejas de su infancia; yo aprendiendo a ver más allá del orgullo herido y los errores del pasado.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de que aquella llamada inesperada fue una prueba dura pero necesaria. Aprendimos a pedir ayuda, a perdonar y a reconstruirnos como familia desde las ruinas.
A veces me pregunto: ¿Cuántas familias viven historias como la nuestra? ¿Cuántos padres callan sus dolores por miedo o vergüenza? ¿Y cuántos hijos estamos dispuestos a tenderles la mano cuando más lo necesitan?