Entre Dos Padres: El Regreso de Un Fantasma
—¿Por qué ahora, mamá? ¿Por qué después de tantos años? —le grité, con la voz quebrada, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes del pequeño piso de Vallecas.
Mi madre, Carmen, se quedó en silencio. Sus ojos, cansados y húmedos, buscaron los míos. En su mano temblorosa sostenía una carta arrugada. «Ha vuelto, Lucía. Tu padre ha vuelto a Madrid. Quiere verte».
Sentí un frío recorrerme la espalda. Mi padre. Ese hombre del que sólo recordaba la silueta alejándose por el andén de Atocha cuando yo tenía cinco años. El mismo que, según mamá, era un soñador incapaz de quedarse quieto en ningún sitio. Un marinero que prefería el vaivén del mar al calor de un hogar.
Pero yo ya tenía un padre. Antonio. El hombre que me enseñó a montar en bici en el Retiro, que me llevó a ver mi primer partido del Atleti y que me abrazó cuando suspendí matemáticas en tercero de la ESO. Él era mi verdadero padre, aunque la sangre dijera otra cosa.
—No quiero verle —susurré, sintiendo cómo la rabia y el miedo se mezclaban en mi pecho.
Mamá suspiró y se sentó a mi lado. —No tienes que decidir nada ahora. Pero creo que mereces escucharle. Las personas cambian, Lucía.
No respondí. Me encerré en mi cuarto y me tumbé boca arriba, mirando el techo desconchado. ¿Por qué tenía que removerse todo justo ahora? ¿Por qué ese hombre volvía después de tantos años? ¿Qué derecho tenía?
Esa noche, Antonio llegó tarde del trabajo. Es albañil desde los diecisiete años y sus manos siempre huelen a cemento y tabaco. Cuando entró en la cocina, mamá le contó lo sucedido. Yo escuchaba desde el pasillo.
—¿Y tú qué piensas hacer? —preguntó Antonio, con esa voz grave que siempre me tranquilizaba.
—No lo sé —respondió mamá—. Lucía está hecha un lío.
Antonio guardó silencio unos segundos. Luego dijo algo que nunca olvidaré:
—Sea lo que sea, yo sigo siendo su padre. Eso no lo cambia nadie.
Me eché a llorar en silencio. ¿Cómo podía querer tanto a alguien que no compartía mi sangre?
Pasaron los días y la carta seguía sobre la mesa del salón, como una amenaza silenciosa. Mis amigas del instituto notaron que algo me pasaba.
—¿Qué te pasa, tía? —me preguntó Marta una tarde en el parque.
—Nada, cosas de casa —mentí.
Pero no podía dejar de pensar en esa figura ausente, ese hombre que había preferido los barcos a su hija. ¿Y si tenía algo importante que decirme? ¿Y si necesitaba perdonarle para poder seguir adelante?
Una tarde de domingo, mientras Antonio veía el fútbol y mamá preparaba croquetas, me armé de valor y marqué el número que venía en la carta.
—¿Sí? —contestó una voz ronca al otro lado.
—Soy Lucía —dije, casi sin voz.
Hubo un silencio largo, incómodo.
—Lucía… hija… No sabes cuánto he esperado este momento.
Quedamos en vernos en una cafetería cerca de Sol. Fui sola; no quería que nadie viera mis manos temblorosas ni mis ojos rojos.
Cuando llegué, él ya estaba allí. Más viejo de lo que recordaba, con el pelo canoso y la piel curtida por el sol y el salitre. Se levantó torpemente y me abrazó. Olía a mar y a nostalgia.
—Perdóname —susurró—. No supe ser padre entonces. Pero he cambiado. He vuelto para quedarme.
No supe qué decirle. Durante una hora hablamos de todo y de nada: de sus viajes por el Mediterráneo, de las tormentas en alta mar, de los puertos lejanos donde se sentía menos solo. Me contó que había intentado escribir muchas veces, pero nunca se atrevió.
—¿Y por qué ahora? —pregunté al fin, con un nudo en la garganta.
—Porque ya no tengo nada más que perder —admitió—. Y porque tú eres lo único que me queda de verdad.
Salí de allí más confundida que nunca. Caminé por la Gran Vía sin rumbo fijo hasta que anocheció. ¿Podía perdonar a alguien que me había dejado atrás? ¿Podía quererle como quería a Antonio?
Esa noche, al llegar a casa, Antonio estaba sentado en la cocina con una cerveza en la mano.
—¿Le has visto? —preguntó sin mirarme.
Asentí.
—¿Y?
Me encogí de hombros.
—No sé qué sentir —admití—. Es como si fuera un extraño… pero también es parte de mí.
Antonio se levantó y me abrazó fuerte.
—Tú decides quién es tu familia, Lucía. La sangre no lo es todo.
Me derrumbé en sus brazos y lloré como cuando era niña.
Pasaron semanas antes de volver a ver a mi padre biológico. Esta vez vino al barrio; paseamos por el parque donde aprendí a montar en bici con Antonio. Me preguntó por mi vida: mis estudios, mis amigos, mis sueños. Intentaba recuperar el tiempo perdido, pero yo sentía que era imposible llenar ese vacío.
En casa, las cosas cambiaron sutilmente. Mamá estaba más nerviosa; Antonio más callado. Una tarde les encontré discutiendo en voz baja:
—No quiero que le haga daño otra vez —decía Antonio.
—Es su padre —respondía mamá—. Tiene derecho a conocerle.
Me sentí culpable por causarles dolor. ¿Era egoísta por querer protegerme? ¿O por querer entender quién era ese hombre?
Un día, mi padre biológico me llevó al puerto de Valencia para enseñarme su barco. Allí me habló de sus miedos: del terror a quedarse atrapado en una vida que no era la suya; del arrepentimiento por haberme dejado atrás; del deseo de empezar de nuevo.
—¿Me dejarás ser parte de tu vida? —preguntó con los ojos llenos de lágrimas.
No supe responderle entonces. Pero entendí algo importante: no podía elegir entre uno u otro; ambos formaban parte de mí, aunque de formas distintas.
Hoy sigo viviendo con Antonio y mamá en Vallecas. Veo a mi padre biológico de vez en cuando; estamos aprendiendo a conocernos poco a poco. Pero si algo he aprendido es que la familia no siempre es cuestión de sangre: es cuestión de amor, de presencia y de perdón.
A veces me pregunto: ¿cuántos padres hay realmente en una vida? ¿Y cuántos hijos somos capaces de ser al mismo tiempo?