El eco de los silencios: Una vida entre espejos rotos

—¡Eres igualito a tu padre, Tomás! —me gritó mi madre, con los ojos llenos de lágrimas y rabia, mientras lanzaba el vaso contra la pared. El estruendo del vidrio rompiéndose fue como un disparo en medio del silencio de nuestra casa en San Salvador. Yo tenía diecisiete años y, hasta ese momento, nunca había sentido tanto miedo ni tanta vergüenza.

Me quedé parado, temblando, mirando los pedazos de vidrio esparcidos por el suelo. Mi hermana menor, Lucía, se tapó los oídos y se escondió detrás del sofá. Mi madre sollozaba, repitiendo una y otra vez: “¿Por qué? ¿Por qué siempre me hacen esto?”. Yo no sabía si hablaba de mí o de mi padre, ese hombre que se fue cuando yo tenía ocho años y nunca volvió a buscarme.

Esa noche dormí en el techo de la casa, bajo el cielo encapotado. El aire olía a lluvia y a tristeza. Me pregunté si realmente era como mi padre: cobarde, egoísta, incapaz de enfrentar sus propios errores. Me dolía pensar que tal vez mi madre tenía razón. ¿Y si estaba destinado a repetir su historia?

Desde entonces, empecé a observarme como si fuera otro. Cada vez que me enojaba, cada vez que sentía ganas de huir, me preguntaba: “¿Esto es mío o es de él?”. Me volví introspectivo hasta el extremo. Mis amigos decían que era raro, que pensaba demasiado las cosas. Pero yo no podía evitarlo. Tenía miedo de convertirme en un fantasma para los que amaba.

A los veinte años conocí a Mariana en la universidad. Ella era todo lo contrario a mí: extrovertida, risueña, llena de vida. Me enamoré perdidamente. Por primera vez sentí que podía ser alguien distinto, alguien mejor. Pero el miedo seguía ahí, acechando en las sombras.

Una tarde, después de una discusión tonta sobre celos, Mariana me miró con una mezcla de tristeza y ternura:
—Tomás, ¿por qué te cuesta tanto confiar? No soy tu papá ni tu mamá. Estoy aquí contigo.

No supe qué responderle. Me di cuenta de que llevaba años huyendo de mis propios sentimientos, temiendo que si me entregaba por completo terminaría hiriendo a Mariana como mi padre hirió a mi madre.

Empecé a ir a terapia en secreto. En El Salvador no es común hablar de salud mental; muchos piensan que es cosa de locos o de gente débil. Pero yo necesitaba entenderme antes de perderlo todo. Mi terapeuta, la doctora Ramírez, me ayudó a ver que no estaba condenado a repetir la historia de mi familia.

—Tomás —me dijo una vez—, tu dolor es real, pero también lo es tu capacidad para decidir quién quieres ser.

Poco a poco empecé a hablar con mi madre sobre lo que sentía. Al principio fue difícil; ella lloraba o se enojaba cada vez que mencionaba a papá. Pero un día me atreví a preguntarle:
—¿Por qué nunca hablaste con él después de que se fue?

Ella se quedó callada un largo rato y luego susurró:
—Porque tenía miedo de descubrir que yo también tuve la culpa.

Ese día entendí que todos cargamos heridas y culpas no resueltas. Que nadie es solo víctima o victimario; somos una mezcla compleja de ambas cosas.

Con Mariana las cosas mejoraron cuando empecé a abrirme más. Le conté mis miedos, mis dudas, mis sueños rotos. Ella me abrazó fuerte y me dijo:
—No tienes que ser perfecto para merecer amor.

Pero la vida no es una telenovela donde todo se resuelve con un beso. Un año después, Mariana quedó embarazada. Yo sentí pánico: ¿y si también abandonaba a mi hijo? ¿Y si repetía el ciclo?

La noche en que Mariana me dio la noticia llovía fuerte. Nos sentamos en la cama y ella tomó mi mano:
—Tomás, dime la verdad: ¿quieres ser padre?

No supe qué decirle. Sentí ganas de salir corriendo, como hizo mi papá. Pero recordé todas las noches en las que me prometí ser diferente. Miré a Mariana a los ojos y le dije:
—Tengo miedo… pero quiero intentarlo contigo.

Los meses siguientes fueron una montaña rusa emocional. Mi madre se enteró del embarazo y al principio se enfureció:
—¡Vas a arruinar tu vida como tu padre arruinó la mía!

Pero esta vez no me quedé callado:
—No soy él, mamá. Estoy aquí y no pienso irme.

El nacimiento de nuestro hijo, Emiliano, fue el momento más intenso de mi vida. Cuando lo tuve en brazos por primera vez sentí una mezcla de amor y terror indescriptibles. Me prometí que nunca le haría sentir el vacío que yo sentí.

No fue fácil. Hubo noches en las que dudé de mí mismo; días en los que discutía con Mariana por tonterías; momentos en los que sentí ganas de desaparecer. Pero cada vez que miraba a Emiliano dormido, recordaba por qué valía la pena luchar contra mis propios demonios.

Hoy tengo treinta años y sigo aprendiendo a conocerme. Mi madre y yo hemos sanado muchas heridas; Lucía estudia medicina y dice que quiere ayudar a familias como la nuestra. Mariana y yo seguimos juntos, aunque no siempre sea fácil.

A veces me pregunto si alguna vez dejaré de temer convertirme en mi padre. Pero también sé que cada día tengo la oportunidad de elegir un camino distinto.

¿Y ustedes? ¿Cuántas veces han sentido miedo de repetir los errores del pasado? ¿Vale la pena mirar hacia adentro aunque duela? Los leo.