Cuando Lucía Tenía 12 Años, Tuve Que Irme: La Herida Que Nos Separó
—¿Por qué te fuiste, mamá? —La voz de Lucía, ahora de 19 años, me atraviesa como un cuchillo. Sus ojos, tan parecidos a los míos, están llenos de una rabia contenida que no sé cómo calmar.
Me quedo callada. El camión de la basura pasa por la calle, el ruido llena el silencio incómodo entre nosotras. Estoy sentada en la mesa de la cocina, con las manos temblorosas alrededor de una taza de café frío. Lucía está parada frente a mí, los brazos cruzados, esperando una respuesta que nunca he sabido dar.
Siete años atrás, cuando Lucía tenía apenas doce, tomé la decisión que cambiaría nuestras vidas para siempre. Mi esposo, Julián, había muerto en un accidente de motocicleta en la carretera a Puebla. Me quedé sola, con una niña y una montaña de deudas. El trabajo en la tienda de abarrotes apenas alcanzaba para el arroz y los frijoles. Cada noche, después de acostar a Lucía, lloraba en silencio pensando en cómo iba a sacarla adelante.
Un día, mi prima Rosa me llamó desde Houston. «Aquí hay trabajo limpiando casas. No es fácil, pero pagan en dólares. Puedes mandar dinero y en unos años regresar con ahorros». Esa noche no dormí. Miré a Lucía mientras dormía abrazada a su oso de peluche y sentí que el corazón se me partía en dos.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —insiste Lucía, su voz subiendo de tono—. ¿Por qué no me preguntaste si estaba bien quedarme con la abuela? ¡Yo te necesitaba!
—Era una niña, Lucía —respondo al fin, con la voz rota—. No quería que sufrieras más de lo que ya habías sufrido con la muerte de tu papá. Pensé que era lo mejor para ti.
Ella se ríe amargamente.
—¿Lo mejor para mí? ¿Dejarme sola cuando más te necesitaba? ¿Mandar dinero cada mes pero nunca abrazarme cuando tenía miedo?
Las palabras me golpean como piedras. Recuerdo las videollamadas cortas desde el teléfono prestado de Rosa, las cartas que le enviaba con fotos de los parques nevados en Texas. Recuerdo las veces que Lucía no quiso contestar el teléfono, las veces que mi mamá me decía «la niña está bien», pero yo escuchaba el vacío detrás de sus palabras.
Trabajé limpiando casas enormes donde los niños tenían todo: juguetes caros, cuartos llenos de luz y madres que los esperaban con galletas recién horneadas. Cada vez que veía a una madre abrazar a su hijo sentía una punzada de culpa tan fuerte que a veces tenía que encerrarme en el baño para llorar en silencio.
El dinero empezó a llegar a México. Pagamos las deudas, Lucía pudo seguir estudiando y hasta tuvo su fiesta de quince años con vestido rosa y mariachi. Pero yo solo estaba presente en las fotos pegadas en la pared del comedor.
Un día recibí una llamada urgente: mi mamá había enfermado y Lucía estaba reprobando materias en la secundaria. Sentí que todo mi sacrificio no había servido para nada. Pedí permiso en el trabajo y regresé a México después de cinco años sin ver a mi hija.
Lucía ya no era una niña. Me miró como si fuera una extraña cuando llegué a casa. No corrió a abrazarme; solo me saludó con un «hola» seco y se encerró en su cuarto. Mi mamá me recibió con lágrimas y reproches silenciosos.
Desde entonces, nuestra relación ha sido un campo minado. Intento acercarme, pero Lucía levanta muros cada vez más altos. Me cuenta poco de su vida; sé que tiene novio, que estudia enfermería, pero no me deja entrar en su mundo.
A veces escucho a las vecinas murmurar: «Pobre Lucía, su mamá la dejó sola tantos años». Otras veces veo cómo otras madres acompañan a sus hijas al mercado o al médico y siento una punzada de celos y tristeza.
Hace unos días encontré una carta que Lucía escribió cuando tenía catorce años. Decía: «Mamá, ¿por qué no estás aquí? Hoy tuve miedo y te busqué, pero solo encontré tu foto». Lloré toda la noche abrazando esa hoja arrugada.
Hoy intento explicarle mi decisión, pero sé que no hay palabras suficientes para sanar lo que rompí.
—¿Alguna vez vas a perdonarme? —le pregunto con la voz apenas audible.
Lucía me mira largo rato antes de responder:
—No lo sé, mamá. A veces siento que te odio por haberte ido… pero también sé que hiciste lo que pudiste. Solo… solo quiero entender por qué elegiste irte en vez de quedarte conmigo.
Me acerco despacio y le tomo la mano. Siento su resistencia, pero no la suelta del todo.
—Lo hice porque te amo —le digo—. Porque quería darte algo mejor… aunque ahora entiendo que lo mejor eras tú aquí conmigo.
El silencio vuelve a llenar la cocina. Afuera pasa un vendedor de tamales gritando «¡Tamales oaxaqueños!» y por un momento todo parece normal, como si nada hubiera pasado entre nosotras.
Pero sé que la herida sigue ahí, abierta y sangrante. No sé si algún día sanará del todo.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres han tenido que elegir entre el pan y el abrazo? ¿Cuántos hijos han crecido sintiendo que el sacrificio fue abandono? ¿Vale la pena dejarlo todo por un futuro mejor si eso significa perder lo más importante?
¿Ustedes qué harían? ¿Me juzgan o me entienden?