El silencio de mi hijo: una madre frente a la soledad

—¿Por qué no me llama, Lucía? —pregunté, con la voz quebrada, mientras removía el café en la mesa de la cocina. Mi hermana me miró con esa mezcla de compasión y resignación que sólo se tiene cuando ya no quedan palabras para consolar.

—Carmen, hija, dale tiempo. Ya sabes cómo es Marta… —suspiró, refiriéndose a mi nuera.

Pero el tiempo es lo único que no tengo. El calendario marca junio y, dentro de dos semanas, cumpliré setenta años. Setenta. Y mi hijo Luis, mi único hijo, lleva más de seis meses sin llamarme. Ni un mensaje. Ni una visita. Nada. Como si me hubieran borrado de su vida.

A veces me despierto en mitad de la noche y repaso mentalmente cada conversación, cada discusión, buscando el momento exacto en que todo se torció. Recuerdo cuando Luis era pequeño y venía corriendo a abrazarme después del colegio, con las rodillas llenas de tierra y los ojos brillando de vida. ¿En qué momento dejé de ser su refugio para convertirme en un estorbo?

La última vez que hablamos fue en Navidad. Marta apenas me dirigió la palabra durante la cena. Yo intenté romper el hielo preguntando por los niños, mis nietos, pero ella contestaba con monosílabos. Luis parecía incómodo, como si estuviera atrapado entre dos mundos. Cuando se marcharon, sentí que algo se había roto definitivamente.

Desde entonces, silencio. Un silencio denso, pegajoso, que se mete en los huesos y no te deja respirar. He intentado llamarle varias veces, pero siempre salta el buzón de voz. Le he escrito mensajes preguntando cómo están los niños, si necesitan algo… Nada. Ni una respuesta.

Lucía dice que no debo insistir, que quizá Marta le ha puesto entre la espada y la pared. Que si sigo presionando, sólo conseguiré alejarle más. Pero ¿cómo resignarse a perder a un hijo? ¿Cómo aceptar que tu propia sangre te dé la espalda?

A veces pienso que la culpa es mía. Que fui demasiado protectora cuando Luis era pequeño. Que le exigí demasiado cuando empezó la universidad y se enamoró de Marta, esa chica tan distinta a nosotros. Recuerdo la discusión en el salón de casa:

—Mamá, Marta y yo vamos a vivir juntos —me dijo Luis, con esa determinación en los ojos que sólo sacaba cuando estaba decidido a algo.

—¿Y por qué tan deprisa? Apenas os conocéis… —le respondí, incapaz de ocultar mi preocupación.

—Mamá, no necesito tu permiso —me cortó él.

Quizá ahí empezó todo. Quizá nunca acepté del todo a Marta y ella lo notó. Quizá fui demasiado dura con ella cuando nacieron los niños y quise imponer mis costumbres en su casa. Ahora lo veo: cada consejo no pedido fue una piedra más en el muro que nos separa.

Pero ¿acaso no es normal querer lo mejor para tu hijo? ¿No es natural querer estar cerca de tus nietos? En mi generación, la familia era lo primero. Ahora parece que las suegras somos un estorbo del pasado.

El otro día fui al mercado y vi a Rosario, una vecina del barrio. Me preguntó por Luis y tuve que fingir una sonrisa:

—Bien, bien… Trabajando mucho —mentí.

No tuve valor para decirle que no sé nada de él desde hace meses. Que me muero por escuchar su voz.

Por las noches me siento en el sofá y repaso los álbumes de fotos: Luis en su primer día de colegio; Luis disfrazado de pirata en Carnaval; Luis abrazando a su padre antes de que nos dejara… Cada imagen es una punzada en el pecho.

A veces sueño que llama al timbre y entra corriendo con los niños gritando «¡Abuela!». Me despierto empapada en lágrimas.

He pensado en escribirle una carta. Una carta de verdad, con mi letra temblorosa y mi corazón abierto en canal. Pero me da miedo que ni siquiera la lea.

El otro día Lucía me animó a salir más, a apuntarme al centro de mayores del barrio. Fui una tarde y me sentí aún más sola entre desconocidos que entre las paredes vacías de mi casa.

Hoy he decidido preparar una tarta de manzana como las que le hacía a Luis cuando era pequeño. La cocina se ha llenado del aroma dulce y cálido de otros tiempos. He guardado un trozo en un tupper con la esperanza absurda de que mañana venga a verme.

Mientras escribo estas líneas, me pregunto si alguna madre merece este castigo. Si hay algo que pueda hacer para recuperar a mi hijo antes de que sea demasiado tarde.

¿Debería tragarme el orgullo y pedirle perdón aunque no sepa exactamente por qué? ¿O debo resignarme a ser una sombra en su vida?

A veces pienso que la vida es cruel con las madres solas. Que damos todo sin esperar nada y, aun así, acabamos vacías.

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Es posible reconstruir un puente cuando parece que ya sólo quedan cenizas?