Adiós, pero no olvides tu basura: El día que Tomás encontró mi cabello en la silla
—¡¿Y esto qué es, Mariana?! —gritó Tomás, agitando entre sus dedos un cabello largo y oscuro, claramente mío, que había encontrado en la silla del comedor. Su voz temblaba, no de rabia, sino de una mezcla de miedo y desesperación. Yo estaba parada frente a él, con las manos sudorosas y el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a explotar.
Nunca pensé que una discusión tan absurda pudiera convertirse en el epicentro de una tormenta que arrasaría con todo lo que habíamos construido juntos. Pero así es la vida en mi casa en el barrio San Martín, en las afueras de Buenos Aires: las cosas pequeñas se convierten en gigantes cuando la confianza ya está herida.
—¿De verdad vas a empezar otra vez con tus paranoias? —le respondí, tratando de sonar firme, aunque por dentro me sentía como una niña acorralada.
Tomás me miró con esos ojos oscuros que siempre me habían parecido tan profundos y ahora solo reflejaban dolor. —No es paranoia, Mariana. Es que ya no sé qué pensar. Desde que tu hermano volvió a vivir acá, todo está raro. Encuentro tus cosas por todos lados, y ni siquiera sé si son tuyas o de alguien más.
Ahí estaba el verdadero problema: mi hermano Julián, recién salido de la cárcel después de tres años por un robo menor. Mi mamá, doña Rosa, insistió en que lo recibiéramos en casa porque «la familia es lo primero». Pero Tomás nunca pudo confiar en él. Y ahora, cualquier cosa era motivo para pelear.
—¿Y qué querés que haga? ¿Que le pida a Julián que se vaya a la calle? —le dije, alzando la voz sin querer.
—¡No! Pero tampoco quiero vivir así, Mariana. No puedo más con esta tensión. Cada vez que llego del trabajo siento que algo falta o está fuera de lugar. Y ahora esto… —tiró el cabello al suelo como si fuera una prueba irrefutable de mi traición.
Me quedé callada. Sabía que no era solo el cabello. Era todo lo que veníamos arrastrando: las miradas desconfiadas, los silencios incómodos en la mesa, las discusiones por dinero porque Julián no conseguía trabajo y mi mamá gastaba lo poco que teníamos en remedios para su diabetes.
Esa noche dormimos en habitaciones separadas. Yo lloré en silencio, abrazando la almohada como si pudiera absorber mi tristeza. Escuchaba a Julián toser en el cuarto de al lado y a mi mamá rezar bajito para que todo mejorara. Pero yo sabía que nada iba a cambiar si seguíamos ignorando el elefante en la habitación: la falta de confianza.
Al día siguiente, Tomás se fue temprano al taller mecánico donde trabajaba. Ni siquiera me saludó. Me sentí invisible. Bajé a la cocina y encontré a Julián tomando mate con mi mamá.
—¿Qué te pasa, Marianita? —preguntó mi mamá, notando mis ojos hinchados.
—Nada, ma… Cosas con Tomás —respondí, evitando su mirada.
Julián me miró con culpa. —Si querés me voy, hermana. No quiero ser una carga.
Me dolió escucharlo decir eso. Siempre había sido mi hermano mayor, el protector cuando papá nos dejó y mamá tuvo que limpiar casas para mantenernos. Pero ahora era él quien necesitaba ayuda y yo no podía dársela sin destruir mi propia familia.
—No digas pavadas —le dije—. Sos mi hermano y esta también es tu casa.
Pero por dentro sentía que todo se derrumbaba. ¿Cómo podía elegir entre mi pareja y mi familia? ¿Cómo podía pedirle a Tomás que entendiera lo que ni yo misma entendía?
Esa tarde recibí un mensaje de Tomás: «Cuando vuelvas, hablá con tu hermano. No puedo vivir así».
Sentí un nudo en el estómago. Sabía lo que eso significaba: o Julián se iba o Tomás se iba. Salí corriendo al patio y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Esa noche hubo una tormenta terrible. Los truenos sacudían las ventanas y la lluvia golpeaba el techo de chapa como si quisiera arrancarlo. Me senté en la mesa del comedor con Julián y le conté todo.
—No quiero perderte ni a vos ni a Tomás —le dije entre sollozos—. Pero siento que haga lo que haga voy a salir perdiendo.
Julián me tomó la mano. —Yo ya perdí mucho, Marianita. No quiero ser el motivo de tus desgracias. Mañana me voy a lo de un amigo en Lanús. Ya hablé con él.
Me negué al principio, pero él insistió. Al final acepté porque vi en sus ojos la misma tristeza que sentía yo: la de saber que a veces amar no alcanza para mantener unida a una familia rota.
Cuando Tomás volvió esa noche, le conté lo que había decidido Julián. No dijo nada al principio, solo me abrazó fuerte y lloró conmigo. Por primera vez en mucho tiempo sentí que éramos un equipo otra vez.
Pero el vacío quedó ahí. Julián se fue al día siguiente con una mochila vieja y una promesa: «Voy a estar bien, hermanita». Mi mamá lloró durante días y yo sentí culpa cada vez que veía su silla vacía en la mesa.
Ahora han pasado meses desde aquella pelea absurda por un cabello en la silla. Tomás y yo seguimos juntos, pero algo cambió para siempre. La confianza es como ese cabello: frágil, fácil de perder y difícil de recuperar.
A veces me pregunto si hice lo correcto o si simplemente elegí el mal menor para sobrevivir en este país donde la familia es todo pero también puede ser tu mayor carga.
¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre el amor y la sangre? ¿Es posible reconstruir lo roto o solo aprendemos a vivir entre los pedazos?