El testamento de la desconfianza: Una semana después, fui sola al notario
—¿Mamá, has tomado ya la pastilla? —La voz de Lucía, mi hija, retumbó en el pasillo mientras yo intentaba incorporarme en la cama, sudando a mares bajo el bochorno madrileño de julio.
—Sí, hija, sí… —mentí, aunque la pastilla seguía intacta en la mesilla. No quería preocuparla, pero tampoco soportaba la idea de que me tratara como a una niña pequeña.
Aquel día, hace apenas una semana, todo cambió. Mi salud, que hasta entonces había sido mi orgullo —»¡A mis 68 años, ni un resfriado!», solía presumir—, me traicionó. Un mareo repentino, una caída tonta en el baño y, de pronto, Lucía y su marido Sergio irrumpiendo en casa como si fueran los bomberos.
—¡Mamá! ¿Estás bien? —Lucía me abrazó con fuerza, pero noté cómo sus ojos recorrían el salón, deteniéndose en el cuadro de la abuela y en la vitrina donde guardo las joyas familiares.
Sergio, siempre tan correcto, se apresuró a llamar a una ambulancia. Mientras tanto, Lucía rebuscaba en mi bolso buscando mi tarjeta sanitaria y mi DNI.
—¿Dónde tienes los papeles del seguro privado? —preguntó con urgencia.
—En el cajón del escritorio —respondí, sintiendo una punzada de incomodidad. ¿Por qué tanta prisa?
En el hospital, todo fue un torbellino de pruebas y preguntas. Mi hija no se separó de mi lado ni un momento. Sergio se encargó de hablar con los médicos y gestionar los trámites. Pero algo en su actitud me inquietaba: demasiada eficiencia, demasiada preocupación por los detalles administrativos.
Esa noche, mientras intentaba dormir entre el pitido de las máquinas y el murmullo lejano de las enfermeras, escuché a Lucía hablando por teléfono en el pasillo.
—Sí, mamá está estable… No sé, Sergio dice que deberíamos revisar los papeles del piso cuanto antes. Si pasa algo… Ya sabes cómo es esto. —Su voz era baja, pero el miedo y la ansiedad eran evidentes.
Me sentí traicionada. ¿De verdad pensaban ya en la herencia? ¿Era eso lo que les preocupaba?
Al día siguiente, me dieron el alta. Lucía insistió en que me fuera a vivir con ellos «al menos unas semanas». Me resistí al principio, pero su insistencia fue tal que acabé cediendo.
En su casa todo era diferente. Me sentía una extraña entre sus muebles modernos y sus rutinas milimetradas. Lucía me preparaba las comidas y Sergio se encargaba de mis medicinas. Pero cada conversación giraba en torno a mis cuentas bancarias, a los papeles del piso de Chamberí o a las joyas de la familia.
—Mamá, deberías pensar en dejar todo bien atado —me decía Lucía mientras me servía el café.— Ya sabes cómo son los líos cuando falta alguien…
—No pienso morirme todavía —respondía yo con una sonrisa forzada.
Pero por dentro sentía un frío que nada tenía que ver con el aire acondicionado.
Una tarde, mientras Sergio revisaba unos papeles en el despacho y Lucía salía a hacer la compra, aproveché para llamar a mi amiga Carmen.
—Carmen, no sé qué hacer… Siento que sólo les importa lo que tengo, no yo —le confesé entre lágrimas.
—Marina, tienes que protegerte. Haz lo que creas mejor para ti —me aconsejó con esa sensatez suya tan castellana.
Esa noche apenas dormí. Recordé a mi difunto marido, Antonio, y cómo siempre decía: «La familia es lo más importante». Pero ¿qué pasa cuando la familia sólo ve en ti un testamento andante?
Al día siguiente tomé una decisión. Salí temprano de casa con la excusa de dar un paseo y fui directa al despacho del notario en la calle Serrano.
—Quiero cambiar mi testamento —le dije al señor Gutiérrez, el notario de toda la vida.— Quiero dejar claro que nadie va a heredar nada si no demuestra primero que me quiere por lo que soy y no por lo que tengo.
El notario me miró sorprendido.
—¿Está segura, doña Marina? Esto puede traer problemas familiares…
—Ya tengo suficientes problemas con una familia así —respondí con amargura.
Firmé los papeles con mano firme. Salí del despacho sintiéndome más ligera pero también más sola que nunca.
Esa noche, cuando regresé a casa de Lucía, ella me esperaba en el salón.
—¿Dónde has estado? Estábamos preocupados —dijo con voz tensa.
—He ido a hacer unas gestiones —respondí sin dar detalles.
Sergio apareció detrás de ella con cara de pocos amigos.
—¿No confías en nosotros? —preguntó directamente.
Me quedé callada unos segundos. Luego les miré a ambos a los ojos.
—Confío en quien me demuestra amor sin condiciones. Vosotros sabréis si entráis en esa categoría.
El silencio fue tan denso como el calor de aquel verano madrileño.
Ahora escribo estas líneas desde mi piso de Chamberí. He decidido volver a mi casa y vivir mis días como yo quiera. No sé si he hecho bien o mal cambiando el testamento. Quizá he sido demasiado dura. Pero ¿qué sentido tiene dejarlo todo a quienes sólo ven en ti un número en una cuenta bancaria?
¿De verdad el dinero puede destruir tanto una familia? ¿O es que nunca hubo amor verdadero? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?