El testamento de la discordia: la herencia que rompió mi familia
—¿Por qué tienes tantas llaves, Lucía? —le pregunté, viendo cómo sacaba un manojo del bolso mientras entrábamos en el piso de mamá, aún impregnado del olor a su colonia y a café recién hecho.
Lucía evitó mi mirada. Su silencio era un cuchillo. Yo acababa de llegar de Valencia, donde vivo desde hace años, y aún no había asimilado la muerte de mamá. Papá se fue hace tres años, y desde entonces todo parecía más frágil. Pero nunca imaginé que lo peor estaba por venir.
—Tenemos que hablar —dijo Lucía, cerrando la puerta tras de sí. Su voz era fría, casi desconocida.
Me senté en el sofá, abrazando un cojín como si fuera un salvavidas. Ella se quedó de pie, mirando por la ventana. El silencio era tan denso que podía oír mi propio corazón retumbando en el pecho.
—Mamá dejó todo a mi nombre —soltó de golpe.
No entendí. O no quise entender. ¿Todo? ¿El piso donde yo vivía? ¿El dinero que quedaba en la cuenta? ¿Incluso los recuerdos?
—¿Cómo que todo? —pregunté, sintiendo que me faltaba el aire.
—El testamento está claro. Mamá me nombró heredera universal. El piso de Madrid, el tuyo en Valencia… todo está a mi nombre ahora.
Me levanté de golpe. Sentí rabia, tristeza y una punzada de traición. ¿Por qué mamá haría algo así? Siempre pensé que nos quería por igual. Recordé las tardes de domingo en el Retiro, los veranos en Benidorm, las discusiones tontas y las reconciliaciones rápidas. ¿Había algo que yo no sabía?
—Eso no puede ser —dije, casi suplicando—. Mamá nunca haría algo así…
Lucía se encogió de hombros. —No sé qué decirte. Aquí está el testamento —me tendió una carpeta azul, con el sello del notario.
Lo abrí con manos temblorosas. Allí estaba, negro sobre blanco: Lucía como heredera universal. Ni una mención a mí, salvo una frase vaga sobre «mi querida hija mayor». Sentí una punzada en el estómago.
—¿Por qué? —susurré—. ¿Qué le dijiste a mamá?
Lucía se giró bruscamente. —¿Ahora me vas a culpar a mí? ¡Siempre igual! Tú eras la favorita de papá y yo tenía que conformarme con las sobras. Ahora te toca aceptar lo que hay.
La discusión subió de tono. Los reproches salieron a borbotones: que si yo me fui a Valencia y la dejé sola con mamá; que si ella siempre fue la responsable; que si yo solo aparecía en Navidad…
Pero nada justificaba lo que sentía: una mezcla de abandono y rabia. Llamé al notario, busqué abogados, intenté impugnar el testamento. Pero todo era legal. Mamá había cambiado el testamento un año antes de morir, cuando yo estaba en pleno ERTE por la pandemia y apenas podía viajar a Madrid.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Lucía empezó a presionarme para que dejara el piso de Valencia: «Es mío ahora, necesito venderlo». Yo no tenía adónde ir; mi trabajo era precario y los alquileres estaban por las nubes.
Intenté hablar con los amigos de mamá, con su vecina Carmen, incluso con la señora Rosario del mercado. Todos decían lo mismo: «Tu madre adoraba a sus hijas». Nadie entendía nada.
Empecé a revisar mensajes antiguos de mamá. Encontré uno, enviado meses antes de morir:
«Cariño, espero que estés bien en Valencia. Cuida de ti y no te preocupes por nada. Todo saldrá bien».
¿Era posible que mamá estuviera confundida? ¿O alguien la había manipulado? La duda me carcomía.
Una tarde, mientras recogía mis cosas del piso de Valencia —mi piso, o eso creía—, encontré una caja con fotos antiguas y cartas de mamá. Entre ellas había una carta sin abrir dirigida a mí:
«Querida Marta:
Sé que esto te dolerá, pero he tomado una decisión difícil. Lucía ha estado conmigo estos años y ha sacrificado mucho por cuidarme cuando tú no podías venir. No es un castigo para ti; es mi forma de agradecerle su entrega. Espero que algún día lo entiendas y puedas perdonarme.
Con amor,
Mamá»
Leí la carta una y otra vez, llorando como una niña pequeña. Entendí el dolor de mamá, su soledad y su miedo al final. Pero también sentí que me habían arrebatado algo más que un piso: me habían quitado la confianza en mi familia.
Llamé a Lucía esa noche.
—He leído la carta de mamá —le dije entre sollozos—. No sé si podré perdonarte algún día… pero tampoco quiero vivir odiándote.
Lucía guardó silencio largo rato antes de responder:
—Yo tampoco quería esto así… Pero ya no sé cómo volver atrás.
Ahora vivo en un pequeño estudio alquilado en Lavapiés, rodeada de cajas y recuerdos rotos. A veces pienso en mamá y en lo injusta que puede ser la vida; otras veces pienso en Lucía y en todo lo que perdimos por culpa del dinero y los silencios.
¿De verdad merece la pena una herencia si lo único que deja es dolor? ¿Cuántas familias más se rompen así cada año en España? ¿Y vosotros… habéis vivido algo parecido alguna vez?