El testamento que rompió mi familia
—¿Por qué, mamá? ¿Por qué a él y no a mí?—. La pregunta me ardía en la garganta mientras sostenía el papel arrugado con la letra temblorosa de mi madre. El despacho olía a polvo y a colonia antigua, y la luz de la tarde se colaba por las persianas, dibujando líneas en el suelo. Luis estaba a mi lado, tan sorprendido como yo, aunque en sus ojos vi algo más: alivio, quizá, o miedo.
Mi madre, Carmen, había muerto hacía apenas una semana. El funeral fue un desfile de vecinos del barrio de Chamberí, tías con luto riguroso y primos que apenas recordaba. Todos decían lo mismo: «Qué mujer más justa era Carmen, siempre igual con sus hijos». Yo asentía, tragando lágrimas y recuerdos.
Pero ahora tenía el testamento en la mano y todo era mentira. «Dejo todos mis bienes a mi hijo Luis», decía. Ni una palabra para mí. Ni el piso de la calle Galileo, ni las joyas de la abuela, ni siquiera el reloj de mi padre.
—Esto tiene que ser un error —susurré.
Luis no dijo nada. Se sentó en la silla de cuero de mamá y se tapó la cara con las manos. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.
—¿Tú sabías algo? —le pregunté.
—Te juro que no —respondió sin mirarme—. Mamá nunca me dijo nada.
Salí del despacho dando un portazo. Bajé corriendo las escaleras y me senté en el portal, temblando. Los recuerdos me asaltaron: los veranos en Benidorm, los Reyes Magos juntos, las peleas por el mando de la tele… ¿Había señales que no vi? ¿Había hecho yo algo para merecer esto?
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en todo lo que había hecho por mi madre: acompañarla al médico, hacerle la compra cuando se rompió la pierna, escuchar sus historias una y otra vez. ¿Y Luis? Él siempre estaba ocupado con su trabajo en la gestoría, apenas venía a verla.
Al día siguiente fui a ver a mi tía Pilar. Ella siempre fue la confidente de mamá.
—Tía, ¿tú sabías lo del testamento?
Me miró con tristeza y me invitó a pasar a la cocina.
—Tu madre tenía sus motivos —dijo mientras preparaba café—. No todo es lo que parece.
—¿Qué motivos? ¡Soy su hijo! —grité sin poder contenerme.
Pilar suspiró y me miró a los ojos.
—Tu madre tenía miedo. Miedo de que repitieras los errores de tu padre.
Me quedé helado. Mi padre nos había dejado cuando yo tenía diez años. Siempre pensé que mamá me veía diferente porque yo me parecía físicamente a él, pero nunca creí que eso pudiera influir en algo tan importante.
—Eso es absurdo —protesté—. Yo no soy como él.
—Lo sé —dijo Pilar—. Pero tu madre nunca pudo superarlo del todo.
Salí de casa de mi tía más confundido aún. ¿Era posible que mi madre hubiera dejado que sus miedos dictaran su última voluntad?
Durante días evité a Luis. No respondía a sus mensajes ni a sus llamadas. Me sentía traicionado por todos: por mi madre, por mi hermano, por la familia entera.
Hasta que una tarde llamaron al timbre de mi piso en Lavapiés. Era Luis. Tenía ojeras y el pelo revuelto.
—Tenemos que hablar —dijo simplemente.
Nos sentamos en la cocina. Luis sacó una carpeta con papeles.
—He ido al notario —empezó—. Mamá dejó una carta para ti. El notario me la dio hoy.
Me temblaban las manos cuando abrí el sobre. Reconocí la letra enseguida:
«Querido Sergio:
Sé que esto te dolerá y ojalá pudiera explicártelo en persona. No he sido justa contigo, pero he hecho lo que creí mejor para protegerte. Siempre temí que el dinero os separara, como separó a tu padre y a su hermano. Luis sabe cómo manejarlo; tú tienes un corazón demasiado grande y te harías daño intentando ayudar a todos los demás antes que a ti mismo. Perdóname si me equivoco. Te quiero más de lo que imaginas.
Mamá»
Leí la carta tres veces antes de poder hablar.
—¿Y ahora qué? —pregunté con voz rota.
Luis me miró con lágrimas en los ojos.
—No quiero nada si eso significa perderte como hermano —dijo—. Podemos vender el piso y repartirlo si quieres. O quedártelo tú; yo tengo mi vida hecha.
Por primera vez desde la muerte de mamá sentí alivio. Lloramos juntos, abrazados como cuando éramos niños y teníamos miedo de las tormentas.
Han pasado meses desde aquello. Vendimos el piso y repartimos todo a partes iguales. La familia murmuró, claro; siempre hay quien disfruta con el drama ajeno. Pero nosotros salimos más fuertes.
A veces me pregunto si habría sido capaz de perdonar sin esa carta, sin saber los miedos secretos de mi madre. ¿Cuántas familias se rompen por no hablar las cosas a tiempo? ¿Cuántos secretos se quedan enterrados con quienes ya no pueden explicarse?
¿Y vosotros? ¿Os habéis sentido alguna vez traicionados por alguien a quien queríais? ¿Qué haríais si descubrierais un secreto así después de perderlo todo?