Cuando el amor se convierte en deuda: la historia de Carmen y sus hijos
—¿De verdad no podéis venir ni este domingo? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía el teléfono con ambas manos, como si así pudiera retener a mis hijos un poco más cerca.
Al otro lado, la voz de Lucía, mi hija mayor, sonaba lejana, casi impersonal: —Mamá, ya sabes cómo estamos. Entre el trabajo, los niños y todo lo demás… Es complicado. ¿Por qué no te apuntas a algún taller en el centro de mayores? Así haces amigas.
Colgué antes de que se me quebrara la voz. Me quedé sentada en la cocina, mirando la mesa vacía donde antes cabíamos todos. El reloj marcaba las seis y media, pero en mi pecho era medianoche. Me llamo Carmen, tengo setenta y dos años y, aunque tengo tres hijos, hace meses que no los veo más allá de una pantalla.
No siempre fue así. Recuerdo las meriendas de pan con chocolate, los veranos en Benidorm, las noches de Reyes en las que me desvelaba para ver sus caras de ilusión. Fui madre sola desde que Antonio se marchó con otra mujer. Trabajé limpiando casas ajenas para que ellos pudieran estudiar y tener lo que yo nunca tuve. Y ahora… ahora soy yo la extraña en mi propia familia.
El problema empezó hace unos años, cuando me rompí la cadera. Pensé que sería la ocasión para que mis hijos se volcaran conmigo, pero apenas vinieron a verme al hospital. Lucía me trajo una bata nueva y se fue corriendo porque tenía una reunión. Pablo, el mediano, ni siquiera cogió el AVE desde Madrid; me mandó flores y un audio de WhatsApp. Y Sergio… bueno, Sergio siempre ha sido el más distante.
Desde entonces, todo ha ido a peor. Las llamadas son cada vez más cortas y espaciadas. Las visitas, un compromiso incómodo que intentan encajar entre cumpleaños infantiles y escapadas de fin de semana. Me dicen que están muy ocupados, que la vida es así ahora. Pero yo no puedo evitar sentirme como un mueble viejo al que nadie quiere mirar.
Hace dos semanas, después de otra tarde interminable viendo la televisión sola, tomé una decisión. Llamé a Lucía y le dije:
—Necesito hablar con vosotros. Los tres. Es importante.
Quedamos un sábado por la tarde. Preparé tortilla de patatas y croquetas, como cuando eran pequeños. Cuando llegaron, noté enseguida la incomodidad en sus gestos: miradas al móvil, prisas por marcharse.
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Pablo, sin quitarse ni la chaqueta.
Respiré hondo y solté lo que llevaba semanas rumiando:
—No puedo seguir así. Me siento sola. Os necesito cerca. Si no podéis o no queréis cuidar de mí cuando lo necesite… tendré que buscar otras opciones.
Lucía frunció el ceño:
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que si no vais a estar pendientes de mí, tendré que vender el piso e irme a una residencia. O incluso dejarlo todo en manos de alguien que sí se preocupe por mí.
El silencio fue tan denso que podía cortarse con cuchillo. Sergio bajó la mirada y Pablo resopló:
—Mamá, no puedes chantajearnos así.
—No es un chantaje —respondí—. Es supervivencia.
La conversación terminó mal. Se marcharon antes del café y esa noche no dormí nada. Me sentí culpable por haberles puesto entre la espada y la pared, pero también furiosa por su indiferencia.
Desde entonces apenas hemos hablado. Lucía me mandó un mensaje diciendo que entendía mi situación pero que no podía prometerme nada. Pablo sugirió buscar una cuidadora externa «cuando llegue el momento». Sergio ni siquiera contestó.
He pasado días enteros dándole vueltas a todo esto. ¿En qué momento se rompió el hilo invisible que nos unía? ¿Fue culpa mía por protegerlos demasiado? ¿Por no enseñarles a cuidar como yo cuidé de ellos?
En el barrio todos hablan de lo mismo: hijos que viven lejos o demasiado ocupados para ocuparse de sus padres. En el centro de salud veo a otras mujeres como yo, esperando una llamada que nunca llega. En la panadería, Rosario me cuenta que su hija le ha pedido que venda el piso para pagarle una residencia «buena». ¿Es esto lo que nos espera a todas?
A veces pienso en vender el piso e irme a vivir al pueblo donde nací. Allí aún quedan primos y viejos amigos. Otras veces me digo que debería buscar una cuidadora joven y dejarlo todo arreglado para no ser una carga para nadie.
Pero luego miro las fotos en el salón: los cumpleaños, las Navidades juntos, los veranos en la playa… Y me duele el alma pensar que todo eso ya no significa nada para ellos.
¿Debería exigirles más? ¿O resignarme y aceptar que los tiempos han cambiado? ¿Es justo pedirles lo mismo que yo di sin esperar nada a cambio?
Hoy he vuelto a llamar a Lucía. No ha contestado. He dejado un mensaje:
—Hija, solo quería saber cómo estáis…
Quizá mañana me llame alguien del banco para preguntarme si quiero cambiar mi hipoteca inversa o tal vez venga Rosario a tomar café y hablar de sus nietos. Pero esta noche vuelvo a preguntarme: ¿En qué momento dejamos de ser familia para convertirnos en extraños?
¿De verdad es tan difícil cuidar de quienes te cuidaron? ¿O soy yo la que no sabe soltar el pasado?