Entre Susurros y Miradas: El Peso de Cuidar a la Abuela
—¿Puedes abrir un momento, Lucía? —la voz de Carmen, mi vecina del tercero, temblaba tras la puerta. Eran las once de la noche y yo acababa de sentarme en el sofá, agotada tras otro día interminable cuidando de mi abuela Rosario.
Abrí la puerta y vi sus ojos llenos de preocupación. No era la primera vez que venía a hablarme, pero nunca con esa urgencia.
—¿Está todo bien con Rosario? —preguntó, bajando la voz—. He escuchado gritos…
Sentí cómo se me encogía el estómago. Mi abuela llevaba semanas con episodios de confusión y rabia. El Alzheimer avanzaba sin piedad, y yo hacía lo imposible por mantener la calma, por no perderme a mí misma en el proceso.
—Está… está teniendo un mal día —respondí, intentando sonreír—. Ya sabes cómo es esto.
Carmen asintió, pero no parecía convencida. Me miró como si buscara algo en mi cara, una grieta, una señal de que yo era la causa de ese sufrimiento. Cerré la puerta y apoyé la frente en la madera. ¿Qué más podía hacer? ¿Cómo podía demostrarle al mundo que cuidaba de mi abuela con todo el amor del que era capaz?
Volví al salón y vi a Rosario sentada en su sillón, mirando la televisión apagada. Sus labios murmuraban palabras que ya no entendía. Me acerqué y le acaricié el pelo.
—Abuela, ¿quieres cenar algo?
Ella me miró con esos ojos perdidos y asintió. Preparé una sopa rápida y se la llevé. Mientras le daba de comer, recordé los días en que ella me cuidaba a mí: las meriendas de pan con chocolate, las tardes en el parque del Retiro, sus historias sobre la guerra y el hambre. Ahora era yo quien debía protegerla, pero nadie me había preparado para esto.
Esa noche apenas dormí. Soñé con Carmen hablando con otros vecinos, señalando mi puerta, susurrando cosas que no podía oír. Al día siguiente, al salir a tirar la basura, sentí las miradas sobre mí. ¿Me estarían juzgando? ¿Pensarían que maltrataba a mi abuela?
Mi madre vive en Valencia y viene cuando puede, pero la mayor parte del tiempo estoy sola con Rosario. Mi hermano Pablo dice que no soporta verla así y prefiere no venir. «No puedo con esto, Lucía», me repite cada vez que le llamo para pedirle ayuda.
Una tarde, mientras cambiaba las sábanas de Rosario, ella empezó a gritarme:
—¡No eres mi hija! ¡Lárgate de mi casa!
Me mordí los labios para no llorar. Sabía que no era ella hablando, sino la enfermedad. Pero dolía igual. Cerré la puerta del dormitorio y me senté en el pasillo, abrazando las rodillas. En ese momento escuché pasos fuera: Carmen otra vez.
—Lucía, ¿quieres que llame a alguien? ¿A los servicios sociales?
Me levanté de golpe.
—No hace falta —le dije—. Estoy bien. Solo… solo necesito un poco de paciencia.
Carmen suspiró.
—No te lo tomes a mal, hija, pero esto es mucho para una sola persona.
Esa noche llamé a mi madre entre lágrimas.
—Mamá, no puedo más. Los vecinos piensan que soy una mala nieta. La abuela cada vez está peor y Pablo ni aparece…
Mi madre guardó silencio unos segundos.
—Hija, si quieres llevamos a la abuela a una residencia…
Me negué en redondo. No podía hacerle eso después de todo lo que ella había hecho por nosotros. Pero cada día era más difícil: los baños forzados, las noches sin dormir, los insultos involuntarios…
Una semana después recibí una carta del ayuntamiento: alguien había presentado una queja anónima sobre posibles malos tratos a un mayor en mi domicilio. Sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿Cómo podía defenderme de algo así? ¿Cómo podía explicar que el amor también duele?
Vinieron dos trabajadoras sociales a casa. Hablaron conmigo y con Rosario. Ella estaba tranquila ese día y hasta les sonrió.
—¿Está usted bien aquí con su nieta? —le preguntaron.
Rosario asintió y les cogió la mano.
—Es mi niña —dijo—. Siempre me cuida.
Cuando se fueron, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin fuerzas. Me sentía sola, incomprendida y agotada. Pero también sabía que nadie más iba a cuidar de mi abuela como yo lo hacía.
Unos días después, Carmen volvió a llamar a mi puerta.
—Perdona si te he molestado —me dijo—. Solo quería ayudar…
La abracé sin decir nada. A veces el miedo nos hace ver enemigos donde solo hay gente preocupada.
Ahora sigo cuidando de Rosario cada día. Hay momentos en los que me siento invisible, como si nadie viera el esfuerzo ni el amor detrás de cada gesto. Pero también hay instantes en los que su mirada se ilumina y sé que aún queda algo de ella dentro.
A veces me pregunto: ¿Cuánto puede aguantar una persona antes de romperse? ¿Es justo cargar sola con todo esto? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?