Leche bajo llave: una historia de dignidad y vergüenza en el barrio

—¿Pero tú has visto esto, Carmen? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo del supermercado, mientras sostenía una botella de leche con un enorme dispositivo de seguridad atado al cuello—. ¡Como si fuéramos delincuentes!

Yo no podía apartar la mirada. Era martes por la tarde, el supermercado de la esquina de mi barrio en Vallecas estaba lleno de gente, y todos miraban las estanterías con una mezcla de resignación y rabia. Las botellas de leche, antes tan comunes, ahora parecían tesoros custodiados. Me sentí pequeña, invisible y, sobre todo, humillada.

Mi madre, Rosario, siempre había sido una mujer orgullosa. Viuda desde hace cinco años, sacó adelante a mis dos hermanos y a mí limpiando casas. Yo, Carmen, tengo 32 años y hace seis meses que perdí mi trabajo en una tienda de ropa. Desde entonces, sobrevivo con chapuzas y la ayuda de mi madre. Mi hermano Luis está en paro desde hace más de un año y mi hermana pequeña, Lucía, estudia en la universidad gracias a una beca.

—¿Y ahora qué? —pregunté en voz baja—. ¿Vamos a tener que pedirle al encargado que nos desbloquee la leche cada vez?

Mi madre apretó los labios y dejó la botella en el carrito. Sentí cómo me ardían las mejillas. Miré a mi alrededor: una señora mayor murmuraba algo sobre «la vergüenza de este país», un padre con su hija pequeña intentaba disimular su incomodidad. Nadie quería mirar a nadie a los ojos.

Esa noche cenamos pan duro y un poco de queso. Mi madre intentó bromear:

—Mira, así ahorramos leche para el desayuno.

Pero nadie rió. Luis se levantó de la mesa sin decir palabra y Lucía se encerró en su cuarto a estudiar. Yo recogí los platos y me quedé mirando por la ventana. Las luces del barrio parpadeaban como si también estuvieran cansadas.

Al día siguiente, fui al supermercado sola. Caminé despacio por los pasillos, evitando mirar a los empleados. Cuando llegué a la sección de lácteos, vi a un hombre joven forcejeando con una botella de leche. Llevaba ropa vieja y las manos temblorosas.

—¿Te ayudo? —le pregunté sin pensarlo.

Él me miró con ojos asustados.

—No tengo dinero —susurró—. Mi hija necesita leche para el desayuno.

Sentí un nudo en la garganta. Miré a mi alrededor: nadie parecía fijarse en nosotros. Sin pensarlo dos veces, metí la mano en mi bolso y saqué dos euros.

—Toma —le dije—. Compra la leche y vete antes de que te vean.

El hombre me miró como si le hubiera salvado la vida. Cogió el dinero, murmuró un «gracias» casi inaudible y desapareció entre las estanterías.

Me quedé allí, paralizada. ¿Qué clase de país éramos ahora? ¿Desde cuándo robar leche era un acto desesperado y no una simple travesura infantil?

Esa noche, en casa, le conté a mi madre lo que había pasado.

—No somos delincuentes —dijo ella con voz firme—. Somos gente honrada a la que le han quitado todo menos la dignidad.

Luis escuchaba desde el pasillo. Entró en la cocina y golpeó la mesa con el puño.

—¿Y de qué sirve la dignidad si no podemos ni comprar leche? ¡Esto es una mierda! —gritó—. Nos tratan como basura.

Lucía salió de su cuarto con los ojos rojos.

—Hoy en clase nos han preguntado qué desayunamos en casa —dijo entre sollozos—. Todos han dicho tostadas con leche o cereales… Yo he mentido.

El silencio se hizo espeso como el cemento. Mi madre abrazó a Lucía y yo sentí que algo dentro de mí se rompía.

Pasaron los días y la situación no mejoraba. Cada vez más vecinos hablaban del tema: algunos justificaban las medidas del supermercado, otros las criticaban con rabia. En el bar de la esquina, Paco el camarero decía:

—Si no ponen candados, se lo llevan todo. Pero esto es una vergüenza para todos.

Un sábado por la mañana, mientras hacía cola para pagar una barra de pan, escuché a dos señoras discutir:

—Antes robaban jamón o whisky… Ahora leche para los niños —decía una.

—Es que ya no queda ni para eso —respondía la otra.

Esa tarde, decidí hacer algo. Fui al supermercado y busqué al encargado, don Manuel, un hombre serio pero educado.

—¿De verdad cree usted que esto es justo? —le pregunté señalando las botellas bajo llave.

Don Manuel suspiró.

—Carmen, yo no mando aquí. Es política de empresa. Cada semana nos roban más cosas… Y siempre es lo mismo: gente del barrio que no tiene para comer.

—¿Y no hay otra solución? —insistí—. ¿No pueden hablar con Cáritas o con el ayuntamiento?

Don Manuel me miró con tristeza.

—Ojalá fuera tan fácil… Pero mientras tanto, tengo que hacer mi trabajo.

Salí del supermercado sintiéndome impotente y furiosa. Esa noche apenas dormí pensando en todas las madres del barrio que tendrían que pedir permiso para comprar leche para sus hijos.

Al día siguiente, organicé una reunión con algunas vecinas en el portal de mi casa. Hablamos largo rato sobre lo que podíamos hacer: recogida de alimentos, hablar con asociaciones del barrio, escribir una carta al ayuntamiento…

Por primera vez en mucho tiempo sentí esperanza. No estábamos solas. La vergüenza se transformaba poco a poco en rabia compartida y ganas de luchar.

Hoy escribo esto mientras desayuno café solo porque no hay leche en casa. Pero ya no siento tanta vergüenza como antes; ahora siento orgullo por mi gente y por mí misma.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos roben la dignidad junto con la leche? ¿Cuántos candados más necesitamos para darnos cuenta de que el verdadero problema no está en las estanterías del supermercado sino mucho más cerca de casa?