La noche en que todo cambió: una verdad incómoda en la Plaza Mayor
—¡Suéltala! ¡No puede hacer eso, agente! —grité, con la voz rota por el miedo y la rabia, mientras veía cómo el policía apretaba el brazo de Lucía contra la pared de piedra de la Plaza Mayor. Era viernes por la noche y el aire olía a cerveza derramada y bocadillos de calamares. La gente miraba de reojo, algunos grababan con el móvil, pero nadie se atrevía a intervenir.
Lucía temblaba. Yo sabía que no había hecho nada malo. Solo discutió con uno de los camareros porque le cobraron de más, y cuando salimos del bar, estos dos policías —el alto, con cara de bulldog, y el otro más joven, nervioso— nos pararon sin motivo aparente.
—¿Tienes algo que ocultar? —preguntó el policía joven, revisando su mochila sin permiso.
—Eso es ilegal —dije, tragando saliva—. No puede registrar sus cosas sin una razón justificada ni sin su consentimiento. Lo pone en la Constitución.
El agente alto me miró como si fuera una mosca molesta. —¿Y tú qué eres, abogada? —se burló.
—No, pero sé mis derechos —respondí, aunque sentía que las piernas me iban a fallar.
La gente empezó a murmurar. Una señora mayor se acercó y susurró: —Déjalos, hija, no te metas en líos.
Pero yo no podía callarme. Desde pequeña, mi madre —profesora de historia en un instituto público— me enseñó a no agachar la cabeza ante las injusticias. Pero mi padre siempre decía: “En España, mejor no buscarse problemas con la policía”.
El policía soltó a Lucía de mala gana y nos miró con desprecio. —Idos antes de que os lleve a comisaría por desacato.
Nos alejamos rápido, con el corazón desbocado. Lucía lloraba en silencio. Yo sentía una mezcla de orgullo y terror. ¿Había hecho lo correcto? ¿Y si mañana venían a buscarnos?
Cuando llegué a casa, mi madre estaba viendo las noticias en la tele. Le conté lo que había pasado. Se levantó del sofá y me abrazó fuerte.
—Has sido valiente, hija. Pero ten cuidado. Aquí las cosas no siempre funcionan como deberían.
Mi padre escuchó desde la cocina y entró con el ceño fruncido.
—¿Por qué te metes en líos? ¿No ves cómo está todo? Mejor pasar desapercibida.
—¿Y dejar que hagan lo que quieran? —le respondí, alzando la voz más de lo habitual.
Discutimos durante horas. Él insistía en que no podía cambiar nada enfrentándome sola al sistema. Yo le decía que si todos pensáramos así, nunca cambiaría nada.
Esa noche no dormí. Pensaba en Lucía, en los vídeos que algunos habían grabado, en si alguien los subiría a Twitter o Instagram. Pensaba en mi padre y su miedo, en mi madre y su esperanza terca.
El lunes siguiente en el instituto, algunos compañeros me miraban raro. Alguien había subido un vídeo del incidente y se había hecho viral entre los estudiantes del barrio. Unos me felicitaban por “plantar cara”, otros decían que era una flipada y que seguro exageraba.
En clase de ética, la profesora Pilar propuso debatir sobre los derechos civiles y el abuso policial. Yo conté mi experiencia. Algunos chicos se rieron:
—Eso pasa porque vais provocando —dijo Sergio, el típico chulito de clase.
—¿Provocar por defenderse? —le repliqué—. ¿O por ser mujer y joven?
La discusión subió de tono. Pilar intentó mediar:
—Lo importante es saber nuestros derechos y exigirlos con respeto. Pero también hay que entender el contexto social y la presión sobre los cuerpos policiales.
Salí del aula frustrada. ¿Por qué siempre hay excusas para justificar lo injustificable?
Esa tarde Lucía vino a casa. Seguía asustada; su madre quería denunciar pero temía represalias. Mi madre nos animó a escribir una carta al Defensor del Pueblo y a buscar asesoramiento legal gratuito.
Pasaron las semanas y nada cambió realmente. La carta quedó sin respuesta concreta; los policías seguían patrullando por el barrio como si nada hubiera pasado. Pero algo sí cambió dentro de mí: ya no podía mirar hacia otro lado cuando veía una injusticia.
En casa las discusiones con mi padre se hicieron más frecuentes. Él decía que yo vivía en una burbuja idealista; yo le acusaba de resignarse demasiado pronto.
Un día, mientras cenábamos tortilla de patatas y veíamos un reportaje sobre jóvenes activistas en España, le pregunté:
—¿Nunca te rebelaste contra nada?
Se quedó callado un rato largo antes de responder:
—Una vez, cuando tenía tu edad, protesté por los despidos en la fábrica donde trabajaba mi padre… Pero al final todo siguió igual y solo conseguimos problemas.
Le miré a los ojos y vi miedo, pero también un destello de orgullo por mi determinación.
Ahora han pasado meses desde aquella noche en la Plaza Mayor. Sigo discutiendo con mi padre sobre política y justicia; sigo defendiendo a quienes no pueden alzar la voz; sigo creyendo que aunque parezca inútil, cada pequeño acto cuenta.
A veces me pregunto: ¿vale la pena arriesgarse cuando parece que nadie escucha? ¿O es precisamente ese silencio el que nos condena a repetir siempre los mismos errores?