Entre la culpa y el amor: Decidir el futuro de mi madre

—¿Otra vez has olvidado las llaves, mamá? —le susurré, intentando que mi voz no temblara, mientras rebuscaba en su bolso por quinta vez esa mañana.

Mi madre me miró con esos ojos grandes, ahora empañados por la confusión. Pilar, la mujer que me enseñó a montar en bici en el Retiro y a defenderme en el colegio, ahora no recordaba ni dónde vivía. Sentí un nudo en la garganta. El reloj marcaba las ocho y media; llegaba tarde al trabajo otra vez. Mi jefe ya había dejado caer que mi situación personal no podía seguir afectando al equipo.

—Elena, cariño, ¿vamos a ver a tu padre? —preguntó ella de repente, con una sonrisa dulce y perdida.

Mi padre murió hace doce años. Cerré los ojos un segundo, respirando hondo para no llorar. —No, mamá. Papá ya no está. Vamos a desayunar, ¿vale?

En ese instante sonó el móvil. Era Lucía, mi hermana mayor.

—¿Qué tal está hoy mamá? —preguntó sin saludar.

—Igual —respondí seca—. No ha dormido bien y ha vuelto a preguntar por papá.

—Elena, tienes que entender que yo no puedo ir todos los días desde Alcalá. Tengo a los niños y a Pedro trabajando fuera. No puedo con todo.

—¿Y crees que yo sí? —contesté, sintiendo cómo la rabia me subía por dentro.

Colgué antes de que pudiera decir nada más. Me senté frente a mi madre, que jugueteaba con una servilleta como si fuera un pañuelo de encaje. Me sentía sola, atrapada entre la responsabilidad y el agotamiento. Mi hermano pequeño, Sergio, ni siquiera respondía a los mensajes del grupo familiar. Siempre tenía alguna excusa: el trabajo en Barcelona, su novia nueva, el alquiler del piso.

Esa noche, mientras intentaba preparar la cena y vigilar que mamá no metiera la mano en el horno encendido, exploté.

—¡No puedo más! —grité al aire vacío de la cocina—. ¡No puedo seguir así!

Mamá se asustó y empezó a llorar. Me arrodillé junto a ella y la abracé fuerte. Sentí su cuerpo tembloroso y frágil entre mis brazos. Me odié por perder los nervios, pero estaba al límite.

Al día siguiente, pedí cita en una residencia de mayores cerca de casa. Me temblaban las manos mientras rellenaba los papeles. La directora, Carmen, me miró con comprensión.

—No eres mala hija por traerla aquí —me dijo—. A veces amar es saber soltar.

Pero ¿cómo soltar a quien me lo dio todo? ¿Cómo explicar a mi madre que ya no podía cuidarla como ella merecía?

Esa noche convoqué a mis hermanos en casa. Lucía llegó con prisas y Sergio apareció media hora tarde, oliendo a colonia cara y con el móvil pegado a la mano.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Sergio, sin mirarme a los ojos.

—No puedo seguir sola con esto —dije—. Mamá necesita cuidados que yo no puedo darle. He visitado una residencia.

Lucía se echó a llorar.

—¡No podemos hacerle eso! ¡Nos va a odiar!

—¿Y qué propones? —le pregunté—. ¿Que siga así hasta que pase algo grave? ¿Hasta que se caiga o se pierda por la calle?

Sergio guardó silencio un momento.

—Quizá sea lo mejor —dijo al fin—. No podemos dejar toda la carga en Elena.

La discusión duró horas. Gritos, reproches, recuerdos de infancia lanzados como piedras. Al final, acordamos visitar juntos la residencia al día siguiente.

Esa noche apenas dormí. Escuché a mamá levantarse varias veces; fui tras ella para evitar que se hiciera daño. Al amanecer, la encontré sentada en el sofá, mirando una foto antigua de todos juntos en la playa de San Sebastián.

—¿Te acuerdas de ese verano? —le pregunté suavemente.

Ella sonrió y asintió, pero sé que no recordaba nada.

La visita a la residencia fue dura. Mamá parecía una niña pequeña entre desconocidos. Carmen nos enseñó las habitaciones luminosas, el jardín donde otros ancianos jugaban al dominó bajo el sol de Madrid.

—Aquí estará bien cuidada —nos aseguró—. Podéis venir cuando queráis.

Firmamos los papeles entre lágrimas y silencios incómodos. El día de la mudanza fue el peor de mi vida. Mamá no entendía nada; pensaba que íbamos de excursión.

La primera semana fui cada día después del trabajo. La encontré triste, callada, perdida entre caras nuevas. Sentí una culpa tan grande que apenas podía respirar al salir de allí.

Una tarde me crucé con Carmen en el pasillo.

—Dale tiempo —me dijo—. Y date tiempo tú también.

Poco a poco mamá empezó a adaptarse. Hizo amigas; incluso participó en un taller de pintura. Yo seguía sintiendo un vacío enorme cada vez que volvía sola a casa, pero también notaba cómo mi cuerpo y mi mente empezaban a recuperarse del agotamiento crónico.

Mis hermanos y yo hablamos más; incluso Sergio empezó a visitarla los domingos. Lucía organizó una videollamada familiar para su cumpleaños y mamá sonrió como hacía años que no lo hacía.

A veces me pregunto si tomé la decisión correcta o si simplemente elegí el camino más fácil para mí. Pero cuando veo a mamá tranquila y cuidada, intento convencerme de que fue lo mejor para las dos.

¿Es posible dejar de sentirse culpable por cuidar también de una misma? ¿Alguna vez habéis tenido que elegir entre vuestro bienestar y el de alguien a quien amáis más que a nada?