El día que mi hermano rompió nuestra familia
—¡No puede ser, Vicente! ¿Te has vuelto loco? —La voz de mi madre retumbó en el salón, haciendo temblar hasta los cuadros de la pared. Yo estaba allí, de pie junto a la mesa, con el vaso de vino a medio camino entre mis labios y la incredulidad.
Vicente, mi hermano pequeño, apenas acababa de soplar las velas de su decimoctavo cumpleaños. Tenía esa sonrisa nerviosa, los ojos brillando con una mezcla de miedo y determinación. Ariana, su novia desde hacía dos años, le apretaba la mano bajo la mesa. Mi padre, siempre tan comedido, se limitó a mirar su copa y suspirar.
—No estoy loco, mamá. Estoy enamorado —dijo Vicente, con una voz que no le conocía. Ariana asintió en silencio, sus mejillas encendidas.
Yo no sabía qué decir. Vicente era aún un niño para mí. ¿Casarse? ¿Ahora? ¿Por qué tanta prisa?
La discusión se alargó durante horas. Mi madre lloraba, mi padre se encerró en el despacho y yo me quedé con Vicente en la cocina.
—¿De verdad lo has pensado bien? —le pregunté en voz baja.
—Más de lo que crees, Lucía. Ariana y yo… queremos empezar nuestra vida juntos. Aquí no nos entienden —me respondió, con una tristeza que me partió el alma.
No era solo amor lo que le empujaba. Había algo más. Lo noté en su mirada esquiva, en el temblor de sus manos. Pero no insistí. Quizá no quería saberlo.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi madre dejó de hablarle a Vicente. Mi padre intentó convencerle con razones prácticas: estudios, trabajo, futuro. Pero Vicente estaba decidido. Y Ariana también.
Una tarde, mientras ayudaba a mi madre a preparar la cena, la escuché murmurar:
—Todo esto es por culpa de esa chica… Seguro que busca algo.
—Mamá, no digas eso —intenté calmarla—. Ariana es buena persona.
Pero mi madre ya había sembrado la duda en mí. ¿Y si tenía razón? ¿Y si Ariana veía en Vicente una salida fácil? Nuestra familia no era rica, pero teníamos una casa grande en las afueras de Madrid y una pequeña herencia esperando cuando cumpliéramos los treinta.
La tensión creció hasta hacerse insoportable. Vicente y Ariana se fueron a vivir juntos a un piso diminuto en Vallecas. No quisieron boda grande ni fiesta; solo una ceremonia civil y dos testigos. Yo fui uno de ellos. Recuerdo a mi madre llorando en la cocina ese día, negándose a ir.
Al principio pensé que todo se calmaría con el tiempo. Pero me equivoqué. Vicente empezó a distanciarse. Apenas venía a casa y cuando lo hacía, discutía con mis padres por cualquier cosa: el dinero, los estudios, las visitas.
Un día recibí una llamada de Ariana:
—Lucía, ¿puedes venir? Vicente está mal… No quiere hablar con nadie.
Fui corriendo. Encontré a mi hermano sentado en el suelo del baño, con los ojos rojos e hinchados.
—No puedo más —me dijo—. Mamá me odia, papá no me habla… Y tú… tú tampoco confías en mí.
Me senté a su lado y le abracé. Sentí su dolor como si fuera mío.
Las cosas empeoraron cuando murió nuestro abuelo. Dejó una herencia considerable y mi padre, como albacea, debía repartirla entre nosotros cuando llegáramos a los treinta años. Pero Vicente empezó a pedir adelantos: necesitaba dinero para pagar el alquiler, para montar un pequeño negocio con Ariana.
Mi madre se negó rotundamente:
—¡Esa herencia es para vuestro futuro! No voy a permitir que la malgastes ahora.
Vicente gritó, insultó y se marchó dando un portazo. Desde entonces apenas le vimos. Las Navidades pasaron sin él; los cumpleaños también.
Ariana me llamaba de vez en cuando para contarme que las cosas iban mal: el negocio no funcionaba, discutían mucho por dinero y Vicente cada vez estaba más irascible.
Un día recibí un mensaje suyo: “Lo siento por todo”. Corrí a su piso temiendo lo peor. Le encontré sentado en la cama, rodeado de papeles y facturas impagadas.
—He fracasado —me dijo entre sollozos—. No sé cómo arreglar esto.
Intenté ayudarle: busqué trabajo para él, hablé con mis padres para que le prestaran algo de dinero… Pero el daño ya estaba hecho. La desconfianza era demasiado profunda.
Finalmente, Ariana le dejó. Se fue sin mirar atrás y Vicente cayó en una depresión profunda. Mis padres seguían sin querer saber nada de él; decían que debía aprender la lección.
Yo me sentía atrapada entre dos mundos: el de mis padres, aferrados al orgullo y al miedo; y el de mi hermano, perdido y solo.
Han pasado dos años desde entonces. Vicente vive ahora en un piso compartido y apenas nos vemos. Mis padres siguen hablando de él como si fuera un desconocido.
A veces me pregunto si podríamos haber hecho algo diferente. Si el amor basta para salvar una familia cuando el orgullo y el dinero se interponen en el camino.
¿De verdad es tan fácil perderse unos a otros? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?