Cuando la vida se rompe: Mi lucha tras el abandono
—¿De verdad crees que esto es vida? —me gritó Alejandro, su voz retumbando en las paredes de nuestro pequeño piso en Vallecas. Era de madrugada y los gemelos lloraban sin consuelo. Yo, agotada, con las lágrimas corriéndome por las mejillas, apenas podía sostener a Lucía en brazos mientras Mateo se retorcía en la cuna.
—No me dejes sola, por favor —le supliqué, pero él ya estaba metiendo sus cosas en una mochila. No hubo más palabras. Solo el portazo. El eco de su marcha fue el principio de mi nueva vida.
Me llamo Sofía y esa noche sentí que el mundo se me caía encima. Habíamos llegado a Madrid desde Granada hacía apenas dos años, buscando mejores oportunidades. Yo había dejado mi trabajo como maestra para cuidar a los niños y Alejandro trabajaba de camarero en un bar del centro. Todo parecía ir bien hasta que llegaron los diagnósticos: autismo severo para ambos gemelos. Tenían apenas dos años.
La noticia nos destrozó. Alejandro empezó a llegar tarde, a beber más, a evitarme. Mi madre, desde Motril, me decía por teléfono:
—Hija, vuelve al pueblo. Aquí te ayudamos.
Pero yo no quería rendirme. Madrid era mi casa ahora y mis hijos necesitaban los tratamientos que aquí podían recibir. Pero nadie me preparó para la soledad brutal que siguió al abandono de Alejandro.
Las noches eran eternas. Mateo no dormía más de dos horas seguidas; Lucía tenía crisis de ansiedad que llenaban el piso de gritos desgarradores. Los vecinos empezaron a mirarme mal en el portal. Un día, la señora Carmen del tercero me paró:
—¿No puedes hacer que tus niños se callen? Algunos trabajamos, ¿sabes?
Me tragué las lágrimas y seguí adelante. No tenía tiempo para el orgullo ni para la vergüenza.
El dinero empezó a escasear. Pedí ayuda social y me dieron una cita para dentro de tres meses. Mientras tanto, vendí mi anillo de bodas y algunos libros para comprar pañales y leche. Mi única amiga en Madrid, Laura, intentaba ayudarme como podía:
—Sofi, déjame llevarme a Lucía una tarde para que descanses.
Pero Lucía no soportaba separarse de mí ni un minuto. Su llanto era inconsolable si yo no estaba cerca.
Las terapias eran caras y las listas de espera interminables. Cada vez que iba al centro de salud, sentía que era invisible. Una vez, una psicóloga me dijo:
—Tienes que ser fuerte por ellos.
¿Fuerte? ¿Cómo se es fuerte cuando no puedes ni ducharte sin miedo a que uno de tus hijos se autolesione?
Empecé a escribir un diario por las noches, cuando el cansancio me lo permitía. Era mi única vía de escape. En esas páginas lloré, grité y también soñé con un futuro mejor para Mateo y Lucía.
Un día recibí una carta del juzgado: Alejandro pedía el divorcio y renunciaba a cualquier responsabilidad sobre los niños. No podía creerlo. Llamé a mi hermana Marta entre sollozos:
—¿Cómo puede ser tan cobarde?
Ella intentó consolarme:
—Sofi, él no merece ni una lágrima más. Tú eres mucho más fuerte de lo que crees.
Pero yo no me sentía fuerte; me sentía rota.
Los meses pasaron y aprendí a sobrevivir con poco: arroz, lentejas y mucha paciencia. Empecé a limpiar casas por horas mientras una vecina mayor, la señora Pilar, se ofreció a vigilar a los niños desde su balcón mientras jugaban en el patio comunitario.
Poco a poco, fui encontrando otras madres en situaciones parecidas en un grupo de apoyo del barrio. Allí conocí a Raquel, cuyo hijo también tenía autismo:
—No estamos solas —me dijo abrazándome—. Juntas podemos con esto.
Por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien me entendía.
Mateo empezó a decir sus primeras palabras con cinco años. Lucía aprendió a mirar a los ojos durante unos segundos. Cada pequeño avance era una victoria celebrada entre lágrimas y risas nerviosas.
A veces aún sueño con Alejandro llamando a la puerta, arrepentido. Pero sé que eso no ocurrirá. Ahora solo somos nosotros tres contra el mundo.
Hoy miro atrás y no sé cómo he llegado hasta aquí. Sigo teniendo miedo al futuro, pero ya no me siento tan sola. He aprendido que la familia no siempre es la que te toca, sino la que eliges en el camino.
¿De verdad alguien puede juzgarme por haber luchado sola? ¿Cuántas madres hay como yo, invisibles pero invencibles? ¿Qué haríais vosotros si os encontraseis ante una situación así?