El eco de tu ausencia: Cuando el amor y el duelo chocan en una familia española

—¿Por qué seguís hablando de Lucía como si fuera una santa?—. La voz de Carmen cortó el aire como un cuchillo. El tenedor de mi hija Irene cayó al plato, haciendo un ruido seco. Mi hijo pequeño, Álvaro, bajó la cabeza. Yo me quedé helado, con la copa de vino a medio camino entre la mesa y mis labios.

Era la primera vez que Carmen cenaba en casa con mis hijos desde que le propuse matrimonio. Había preparado su famosa tortilla de patatas y una ensalada con tomates de la huerta de mi suegro, como si así pudiera ganarse el favor de Irene y Álvaro. Pero la sombra de Lucía flotaba en cada rincón del salón, en las fotos sobre la repisa, en los dibujos pegados en la nevera, en el olor a su perfume que aún resistía en mi almohada.

—Papá, ¿puedo irme a mi cuarto?—susurró Irene, con los ojos vidriosos.

—No, Irene, quédate—intervino Carmen, forzando una sonrisa—. Solo digo que a veces parece que Lucía está más presente ahora que cuando vivía.

Sentí cómo me ardían las mejillas. Carmen no conoció a Lucía, pero sabía lo importante que era para nosotros. ¿Cómo podía decir algo así? Miré a mis hijos: Álvaro apretaba los puños bajo la mesa; Irene me miraba suplicante.

—Carmen, creo que no es el momento—dije, intentando mantener la calma.

Ella se encogió de hombros y se sirvió más vino. El silencio se hizo espeso. Nadie volvió a probar bocado.

Esa noche, después de que Carmen se marchara, subí a arropar a los niños. Irene lloraba en silencio abrazada a un peluche viejo. Me senté a su lado y le acaricié el pelo.

—Papá, ¿mamá se enfadaría si tú quieres a otra persona?—me preguntó con voz temblorosa.

No supe qué responderle. Yo mismo me hacía esa pregunta cada noche desde que Carmen apareció en mi vida. Habían pasado dos años desde el accidente de Lucía. Dos años de rutinas vacías, de cumpleaños sin velas, de domingos sin risas en el Retiro. Cuando conocí a Carmen en la biblioteca municipal, sentí por primera vez que podía volver a respirar.

Pero ahora todo parecía tambalearse. ¿Era justo para mis hijos? ¿Era justo para Lucía?

Al día siguiente, Carmen me llamó varias veces pero no contesté. Me encerré en el despacho y miré las fotos familiares: Lucía con Irene en brazos recién nacida; Lucía y yo bailando en nuestra boda; Lucía riendo bajo la lluvia en San Sebastián. Sentí una punzada de culpa por haber pensado siquiera en rehacer mi vida.

Por la tarde, mi madre vino a casa. Siempre había sido prudente con Carmen, aunque nunca me lo dijo abiertamente.

—Manuel, hijo, ¿estás seguro de que Carmen entiende lo que significa Lucía para vosotros?—me preguntó mientras pelaba patatas para la cena.

Negué con la cabeza. No lo sabía. Quizá yo mismo no lo entendía del todo.

Esa noche, Carmen apareció sin avisar. Llamó al timbre y los niños se escondieron en sus habitaciones. Salí al rellano y cerré la puerta tras de mí.

—Manu, tienes que entenderme—dijo ella, nerviosa—. No puedo competir con un fantasma. Siento que nunca seré suficiente para ti ni para tus hijos.

Me quedé callado. La miré a los ojos y vi miedo, inseguridad… pero también una falta de empatía que me dolió más que cualquier otra cosa.

—Carmen, no se trata de competir—le dije al fin—. Lucía es parte de nuestra historia. No puedo ni quiero borrarla.

Ella suspiró y se secó una lágrima.

—Quizá no soy la persona adecuada para esto—murmuró antes de marcharse escaleras abajo.

Esa noche dormí poco. Escuché a Irene sollozar en sueños y sentí el peso del mundo sobre mis hombros. ¿Había hecho mal en intentar rehacer mi vida? ¿Era posible amar de nuevo sin traicionar el recuerdo de quien ya no está?

Los días siguientes fueron extraños. Carmen no volvió a llamar. Los niños parecían más tranquilos pero también más tristes. Yo iba al trabajo como un autómata y por las noches me sentaba frente al televisor sin ver nada.

Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos churros con chocolate, Irene me miró fijamente:

—Papá, ¿vas a casarte con Carmen?

Tragué saliva antes de responder:

—No lo sé, cariño. Ahora mismo creo que necesitamos tiempo para nosotros.

Irene asintió y me abrazó fuerte. Álvaro se acercó y nos rodeó a los dos con sus brazos pequeños.

En ese momento entendí que mi familia era este pequeño círculo roto pero resistente; que el amor no es una competición ni un reemplazo; que el duelo no tiene fecha de caducidad ni instrucciones claras.

A veces me pregunto si algún día podré volver a amar sin sentirme culpable o si siempre viviré entre dos mundos: el pasado con Lucía y el presente con mis hijos. ¿Es posible encontrar un equilibrio? ¿O simplemente aprendemos a vivir con las ausencias?

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Se puede abrir el corazón sin cerrar las heridas?