El Regalo Que Nunca Fue Agradecido: Entre Hilos y Silencios
—¿De verdad crees que esto le va a gustar, mamá? —me preguntó mi hija Ana mientras yo terminaba de rematar los flecos de la bufanda en el sofá del salón.
La luz de la tarde entraba tímida por la ventana, y el sonido de la televisión era apenas un murmullo lejano. Sentí un nudo en el estómago. Había invertido semanas en tejer esa bufanda de lana azul celeste, el color favorito de Lucía, la esposa de mi nieto Sergio. Cada punto era un suspiro, cada vuelta una esperanza de agradar.
—No tengo mucho dinero, Ana. Pero creo que lo importante es el detalle, ¿no? —le respondí, intentando sonar segura, aunque por dentro dudaba.
Ana suspiró y se encogió de hombros. —Tú siempre tan sentimental, mamá. Pero ya sabes cómo son los jóvenes ahora…
No quise escuchar más. Me aferré a la idea de que el cariño se nota en las cosas hechas a mano. Además, con mi pensión justa y los precios subiendo cada día, no podía permitirme comprar regalos caros. Guardaba lo poco que tenía para las medicinas y alguna emergencia. Pero para mi familia, siempre encontraba un poco de tiempo y dedicación.
El domingo llegó y toda la familia se reunió en casa de Sergio y Lucía para celebrar su aniversario. Llevé la bufanda envuelta en papel de seda, con una pequeña nota escrita a mano: “Para Lucía, con todo mi cariño. Carmen”.
Al llegar, Lucía me recibió con dos besos rápidos y una sonrisa distraída. La casa olía a café recién hecho y a tortilla de patatas. Los niños corrían entre las piernas de los adultos y Sergio me abrazó fuerte.
—¡Abuela! Qué alegría verte —me dijo.
Esperé el momento adecuado para darle el regalo a Lucía. Cuando por fin se sentó en el sofá, me acerqué y le entregué el paquete con una sonrisa nerviosa.
—Para ti, Lucía. Lo he hecho yo misma —le dije.
Ella abrió el paquete despacio, sacó la bufanda y la sostuvo en el aire. Sus ojos recorrieron la lana, pero su expresión no cambió.
—Ah… gracias, Carmen —dijo sin entusiasmo—. Es… muy bonita.
Sentí cómo me ardían las mejillas. Noté que Sergio miraba a Lucía esperando una reacción más efusiva, pero ella simplemente dejó la bufanda a un lado y siguió hablando con su amiga sobre un viaje a Ibiza.
Durante la comida, nadie mencionó el regalo. Yo apenas probé bocado. Mi mente daba vueltas: ¿habría hecho mal en regalarle algo hecho a mano? ¿Era tan evidente mi falta de recursos?
Al terminar la sobremesa, fui a la cocina a ayudar a recoger. Allí estaba Lucía con su amiga Marta.
—No sé qué hacer con tantas cosas hechas a mano —decía Lucía en voz baja—. Mi suegra también me regala manteles bordados… ¿Dónde meto todo eso?
Sentí que me faltaba el aire. Me apoyé en la encimera para no caerme. Marta se dio cuenta de mi presencia y carraspeó incómoda.
—Carmen… no te habíamos visto —dijo Lucía rápidamente—. Perdona si te ha molestado algo.
No supe qué contestar. Salí al balcón fingiendo buscar aire fresco. Desde allí vi a Sergio hablando animadamente con su padre, ajeno a todo.
Esa noche, al llegar a casa, me senté en mi sillón favorito y miré mis manos arrugadas. Recordé cuando era niña y mi abuela me tejía bufandas para el invierno duro de Salamanca. Yo las llevaba con orgullo al colegio, aunque no fueran perfectas.
El teléfono sonó. Era Ana.
—Mamá, ¿estás bien? —preguntó preocupada.
—Sí, hija… sólo estoy cansada —mentí.
—No te lo tomes a pecho. Lucía es así… No entiende lo que valen las cosas hechas con amor —intentó consolarme.
Colgué y me quedé mirando la pared. ¿Había cambiado tanto el mundo? ¿Ya nadie valoraba los pequeños gestos?
Pasaron los días y nadie mencionó la bufanda. En Navidad, vi que Lucía llevaba una bufanda nueva, comprada en El Corte Inglés, reluciente y cara. La mía nunca apareció.
Un día Sergio vino solo a verme.
—Abuela… quería pedirte perdón por cómo se comportó Lucía el otro día —dijo bajando la voz—. Sé que pusiste mucho cariño en ese regalo.
Le sonreí débilmente.
—No te preocupes, hijo. Quizá soy yo la que no entiende ya este mundo tan rápido…
Sergio me abrazó fuerte y se quedó conmigo un rato en silencio. Sentí alivio al saber que al menos él comprendía mi gesto.
Ahora sigo tejiendo, pero ya no para regalar sin más. A veces pienso en todas las cosas que damos por sentadas: el tiempo, el esfuerzo, los detalles pequeños…
¿De verdad hemos perdido la capacidad de valorar lo sencillo? ¿O simplemente nos hemos olvidado de mirar con el corazón?