La puerta entreabierta
—Lucía, ¿puedo hablar contigo un momento?—. La voz de Carmen, mi vecina del tercero, temblaba mientras me detenía en el portal. Era una tarde cualquiera de junio, el calor pegajoso de Madrid se colaba por las rendijas y yo solo pensaba en quitarme los tacones y abrazar a Luis. Pero la expresión de Carmen me heló la sangre.
—¿Qué pasa, Carmen?— pregunté, intentando sonreír.
Ella bajó la voz. —No sé si debería decirte esto, pero creo que tienes derecho a saberlo. He visto a tu marido… a Luis… entrar varias veces con una mujer rubia cuando tú no estás. No parecía una visita normal.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Mi primer impulso fue negarlo: «Luis no haría eso». Pero la duda se instaló como una sombra fría en mi pecho. Subí las escaleras con el corazón desbocado y las llaves temblando en mi mano.
Al entrar, todo estaba en orden. El olor a café recién hecho, las fotos de nuestra boda en la estantería, el jersey de Luis sobre el sofá. Pero ya nada era igual. Esa noche apenas dormí. Luis llegó tarde y me besó en la frente como siempre, pero yo ya no era la misma.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Observaba a Luis con otros ojos: cada mensaje en su móvil, cada llamada que contestaba en voz baja, cada salida repentina del trabajo. Me convertí en una sombra de mí misma, espiando a mi propio marido.
Una tarde, mientras preparaba la cena, no aguanté más.
—Luis, ¿quién es Marta?— solté de golpe.
Él se quedó helado, el cuchillo suspendido sobre la tabla de cortar.
—¿Qué Marta?— preguntó, fingiendo naturalidad.
—La mujer rubia con la que te han visto entrar en casa cuando yo no estoy. ¿Me vas a decir que es una amiga?
Luis dejó el cuchillo y se sentó. —Lucía, no es lo que piensas…
—¡Entonces explícame qué es!— grité, sintiendo cómo me temblaban las piernas.
El silencio se hizo eterno. Finalmente, Luis habló:
—Es una compañera del trabajo. Está pasando por un mal momento y…
—¿Y qué? ¿La consuelas en nuestra casa? ¿En nuestra cama?— solté entre lágrimas.
Luis negó con la cabeza. —No ha pasado nada entre nosotros. Solo le he dejado quedarse un par de veces porque no tenía dónde ir. No quería preocuparte…
No le creí. O no quise creerle. La desconfianza ya había echado raíces profundas.
Esa noche dormimos espalda contra espalda. Yo lloré en silencio mientras él fingía dormir. Al día siguiente, fui a trabajar como un autómata. Mis compañeras notaron mi tristeza y una de ellas, Pilar, me llevó a tomar un café.
—Lucía, tienes que hablarlo con él de verdad. No puedes vivir así— me dijo.
Pero yo solo quería huir. Empecé a evitar a Luis, a quedarme más horas en la oficina, a buscar excusas para no volver a casa temprano. Mi madre me llamaba todos los días:
—¿Va todo bien con Luis? Te noto rara…
No podía contarle nada. En mi familia siempre se había dicho que «los trapos sucios se lavan en casa». Pero yo sentía que me ahogaba.
Una tarde, al volver antes de lo habitual, vi la luz del salón encendida y escuché risas. Abrí la puerta despacio y allí estaban: Luis y Marta sentados muy juntos en el sofá. Ella lloraba y él le cogía la mano.
Me vieron y Marta se levantó de golpe.
—Perdona, Lucía… Yo no quería causar problemas— murmuró antes de salir corriendo.
Luis me miró suplicante.
—Lucía, por favor…
Pero yo ya no podía escucharle. Salí corriendo tras Marta y la alcancé en el portal.
—¡Espera! ¿Qué está pasando entre tú y mi marido?
Marta rompió a llorar.
—Nada… De verdad… Solo necesitaba ayuda y él fue el único que me escuchó. Mi pareja me maltrataba y no tenía dónde ir…
La miré a los ojos y vi el miedo y la vergüenza en su rostro. Sentí una punzada de culpa y confusión.
Volví a casa sin saber qué pensar. Luis me esperaba sentado en la cama.
—Te juro que nunca te he sido infiel. Solo intenté ayudarla porque nadie más lo hacía…
Me senté a su lado y lloramos juntos. Pero algo se había roto entre nosotros: la confianza.
Pasaron semanas antes de que pudiera mirarle sin sospechar. Fuimos juntos a terapia de pareja; hablamos mucho, lloramos más aún. Poco a poco, fui entendiendo que el miedo y los rumores pueden destruir más que una traición real.
Hoy sigo con Luis, pero nuestra relación no es la misma. Ahora hablamos más, nos contamos todo… pero hay heridas que tardan en cerrar.
A veces me pregunto: ¿cuánto daño pueden hacer las palabras de un vecino? ¿Hasta dónde llega la confianza cuando todo parece tambalearse?