El peso de la vergüenza: una madre frente a su hija
—Mamá, ¿por qué no puedes ayudarme como los padres de Álvaro? —me preguntó Lucía, con la voz temblorosa y los ojos clavados en el suelo de mi pequeño salón.
Sentí cómo se me encogía el corazón. Era sábado por la tarde y la luz dorada de Sevilla entraba por la ventana, iluminando las motas de polvo que bailaban en el aire. Yo estaba sentada en mi sillón de siempre, ese que compré hace veinte años cuando todavía vivía tu padre. Lucía, mi única hija, se había casado hacía dos años con Álvaro, un chico de buena familia, hijo de empresarios de Dos Hermanas. Desde entonces, algo había cambiado entre nosotras.
—Lucía, hija, sabes que hago lo que puedo… —intenté decirle, pero ella me interrumpió.
—No es suficiente, mamá. Los padres de Álvaro nos han pagado el coche, nos ayudan con la hipoteca… Yo… yo a veces siento vergüenza cuando Álvaro lo comenta delante de sus amigos —confesó Lucía, con un hilo de voz.
Me quedé muda. ¿Vergüenza? ¿De mí? ¿De su madre, que la había criado sola desde que su padre murió en un accidente en la fábrica? Recordé las noches sin dormir, los turnos dobles limpiando casas ajenas para que ella pudiera ir a la universidad. Todo eso parecía haberse borrado de un plumazo.
—¿Vergüenza de mí? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta.
Lucía no respondió. Se limitó a mirar por la ventana, evitando mi mirada. El silencio se hizo pesado, casi insoportable. En ese momento, sentí que el mundo se me venía abajo.
Durante días no pude dejar de pensar en aquella conversación. Me preguntaba si había fallado como madre. ¿De qué sirve todo el sacrificio si al final tu hija te mira con desdén porque no puedes darle lo mismo que otros?
La siguiente vez que fui a su casa en Los Remedios, noté la diferencia. Todo era nuevo: muebles modernos, electrodomésticos de última generación, hasta una cafetera italiana carísima. Lucía me recibió con un beso frío y un «¿quieres café?» automático. Álvaro ni siquiera salió del despacho para saludarme.
Mientras tomábamos café en silencio, Lucía miraba el móvil sin parar. Yo intenté romper el hielo:
—¿Cómo va el trabajo?
—Bien —respondió sin levantar la vista—. Pero estoy agobiada con la hipoteca… Menos mal que los padres de Álvaro nos han echado una mano otra vez.
Sentí una punzada en el pecho. Quise decirle que yo también tenía problemas: la pensión apenas me llegaba para pagar el alquiler y las medicinas. Pero me callé. No quería parecer aún más insignificante ante sus ojos.
Esa noche volví a casa caminando despacio por las calles del barrio. Recordé cuando Lucía era pequeña y jugábamos juntas en el parque María Luisa. Entonces no teníamos nada, pero éramos felices. Ahora tenía todo lo material y parecía más infeliz que nunca.
Pasaron semanas sin que me llamara. Un día recibí un mensaje: «Mamá, ¿puedes venir a cuidar a Daniel mañana? Tengo médico». Daniel es mi nieto, un niño precioso de apenas un año. Fui corriendo, como siempre.
Al llegar, Lucía estaba nerviosa:
—Mamá, por favor, no le digas a nadie en la urbanización que eres limpiadora, ¿vale? Mejor di que eres jubilada.
Me quedé helada. Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan grande que tuve que sentarme para no caerme.
—¿Te avergüenzas de mí? —le pregunté directamente.
Lucía se puso roja y bajó la cabeza.
—No es eso… Es que aquí todo el mundo es muy… ya sabes…
—¿Muy qué? ¿Muy rico? ¿Muy importante? —le espeté—. Pues yo soy tu madre y he trabajado toda mi vida para darte lo mejor. No pienso mentir sobre quién soy.
Lucía no dijo nada más. Se fue cerrando la puerta tras de sí y yo me quedé sola con Daniel, que me sonreía desde su cuna sin entender nada del dolor que flotaba en el aire.
Aquella tarde lloré como hacía años que no lloraba. Me sentí humillada y sola. Pero también sentí rabia: rabia por una sociedad que mide el valor de las personas por lo que tienen y no por lo que son; rabia por una hija que había olvidado sus raíces.
Esa noche llamé a mi amiga Carmen y le conté todo entre sollozos.
—Adela, tú vales mucho más que cualquier cuenta bancaria —me dijo Carmen—. No permitas que nadie te haga sentir menos.
Sus palabras me dieron fuerzas. Decidí escribirle una carta a Lucía:
«Querida hija,
Sé que te avergüenzas de mí porque no puedo darte lo mismo que los padres de Álvaro. Pero quiero que sepas que todo lo que tengo te lo he dado siempre: mi tiempo, mi esfuerzo y mi amor. No tengo dinero ni propiedades, pero tengo dignidad y eso no lo cambio por nada del mundo. Ojalá algún día puedas entenderlo y sentirte orgullosa de tus raíces.
Con amor,
Mamá»
No sé si Lucía llegará a entenderlo algún día. Pero yo he decidido no avergonzarme nunca más de quién soy ni de lo que he hecho por ella.
A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos de valorar lo importante? ¿Cuándo dejamos que el dinero pese más que el amor? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?