Entre la fe y el miedo: Mi historia con el vecino de la puerta 3B

—¿Otra vez ese ramo de flores? —la voz de mi marido, Luis, retumbó en el pasillo mientras sostenía el jarrón con lirios frescos. Yo apenas podía mirarle a los ojos. Sentí el corazón encogido, como si cada pétalo fuera una acusación. No era la primera vez que el vecino de la puerta 3B, don Manuel, dejaba un regalo en nuestro felpudo. Primero fueron bombones, luego una nota con un poema torpe, y ahora esto.

—No sé qué decirte, Luis. Te juro que no le he dado pie a nada —susurré, sintiendo cómo la vergüenza me subía por las mejillas. Él apretó los labios y lanzó el jarrón al fregadero. El cristal estalló como mi tranquilidad.

En nuestro barrio de Salamanca, todos se conocen. Las paredes son finas y los cotilleos vuelan más rápido que las noticias en la tele. Mi madre siempre decía: “En este edificio, hija, hasta los suspiros tienen eco”. Y ahora, mis suspiros eran de miedo.

Esa noche apenas dormí. Luis daba vueltas en la cama, murmurando cosas que no entendía. Yo rezaba en silencio, pidiendo a Dios que me diera fuerzas para soportar la tensión. Al día siguiente, mientras preparaba café, mi móvil vibró: un mensaje de don Manuel. “¿Le han gustado las flores? Si quiere, puedo pasarme esta tarde para hablar”. Sentí náuseas.

No sabía si contarle a Luis o borrar el mensaje y fingir que nada pasaba. Pero el miedo me pudo. Llamé a mi madre.

—Mamá, no sé qué hacer. Este hombre no para y Luis está que arde —le confesé entre lágrimas.

—Hija, no te calles. Habla con tu marido y si hace falta, con la portera o la policía. Pero sobre todo, reza. La fe mueve montañas —me respondió con esa calma que sólo tienen las madres.

Luis llegó antes de lo habitual esa tarde. Me encontró sentada en la cocina, con los ojos hinchados de tanto llorar.

—¿Te ha vuelto a escribir? —preguntó sin rodeos.

Asentí y le enseñé el mensaje. Vi cómo se le tensaban los músculos de la mandíbula.

—Voy a hablar con ese imbécil —dijo levantándose de golpe.

—¡No! Por favor, no quiero más problemas —le rogué, agarrándole del brazo.

Pero Luis ya había salido al rellano. Oí los golpes en la puerta del 3B y los gritos ahogados tras la madera. Me temblaban las manos mientras rezaba un Padrenuestro tras otro.

Esa noche fue aún peor. Luis volvió furioso, diciendo que Manuel se había hecho el loco, que sólo quería ser amable conmigo porque “me veía sola”. Yo sentí una mezcla de rabia e impotencia. ¿Tan difícil era entender que yo no quería nada de eso?

Los días siguientes fueron un infierno. Cada vez que salía al portal sentía las miradas clavadas en la espalda. La portera me preguntaba con sorna si tenía “nuevo pretendiente”. Mis amigas del barrio cuchicheaban cuando pasaba cerca.

Luis se volvió más frío conmigo. Apenas me hablaba y cuando lo hacía era para reprocharme algo: que si llevaba falda demasiado corta para ir a Mercadona, que si sonreía demasiado al frutero… Yo me sentía atrapada entre el miedo al vecino y el enfado de mi marido.

Una tarde, mientras fregaba los platos, me derrumbé. Me arrodillé en el suelo de la cocina y lloré como una niña pequeña. Le pedí a Dios que me ayudara a salir de ese pozo oscuro donde sentía que nadie me creía ni me protegía.

Mi madre vino a verme al día siguiente. Me abrazó fuerte y me dijo:

—No estás sola, hija. Si quieres, vente unos días conmigo al pueblo hasta que esto pase.

Pero yo no quería huir. Quería recuperar mi vida y mi paz en mi propia casa.

Esa noche recé más fuerte que nunca. Al día siguiente tomé una decisión: fui al portal y esperé a don Manuel.

—Por favor, deje de mandarme cosas y de escribirme —le dije con voz temblorosa pero firme—. No quiero nada de usted y está haciendo daño a mi familia.

Él bajó la mirada y murmuró una disculpa torpe antes de meterse en el ascensor.

Cuando subí a casa, sentí una extraña mezcla de alivio y miedo. ¿Habría terminado todo? ¿O sólo acababa de empezar otro tipo de problemas?

Luis tardó días en volver a ser el mismo conmigo. Tuvimos muchas discusiones, algunas tan amargas que pensé en marcharme para siempre. Pero poco a poco, con ayuda de mi madre y mucha oración, fui recuperando fuerzas.

Hoy miro atrás y aún tiemblo al recordar aquellos días. Pero también sé que mi fe fue mi refugio cuando nadie más parecía entenderme. Aprendí que pedir ayuda no es signo de debilidad y que poner límites es necesario aunque duela.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven situaciones parecidas en silencio? ¿Por qué nos cuesta tanto hablar cuando sentimos miedo o vergüenza? ¿Y tú? ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?