Entre el Silencio y la Cuna: La Historia de Carmen

—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —le pregunté aquella tarde, mientras la puerta se cerraba tras ella y el eco de sus tacones resonaba en el pasillo.

Lucía ni siquiera me miró. Dejó el bolso sobre la mesa y suspiró, agotada. Sergio, su marido, aún no había llegado. El pequeño Mateo dormía en brazos de Rosa, la niñera, que ya recogía sus cosas para marcharse.

—Mamá, no empieces —me dijo Lucía, con esa voz cansada que últimamente era su única melodía.

No pude evitarlo. Me ardía la pregunta en la garganta desde hacía meses: ¿por qué decidieron tener un hijo si no pueden estar con él? ¿Por qué ahora, cuando sus carreras apenas les dejan respirar?

Me senté junto a Mateo y le acaricié la frente. Tenía apenas ocho meses y ya conocía mejor el perfume de Rosa que el abrazo de su madre. Yo, que había dejado mi trabajo en la biblioteca para criar a Lucía y a su hermano Pablo, no lograba entender esta nueva forma de ser familia.

—No es tan fácil, mamá —me dijo Lucía una noche, cuando por fin se sentó conmigo en la cocina—. No puedo dejar mi trabajo ahora. Sergio tampoco. Si paramos, perdemos todo por lo que hemos luchado.

—¿Y Mateo? —pregunté, con un nudo en la garganta—. ¿No es él lo más importante?

Lucía bajó la mirada. Por un instante vi a la niña que fue, la que corría por el parque y me pedía que le leyera un cuento más antes de dormir.

—Claro que sí —susurró—. Pero no quiero que pase necesidades. No quiero que le falte nada.

—Le falta a su madre —dije yo, sin poder evitarlo.

El silencio se instaló entre nosotras como un muro invisible. Afuera llovía y las luces de los coches dibujaban sombras en las paredes.

A veces pienso que la vida moderna nos ha robado algo esencial. En mi época, las madres éramos el centro del hogar. Ahora todo gira en torno al trabajo, al éxito, a los ascensos. Veo a Lucía y Sergio atrapados en una carrera sin meta clara, siempre corriendo, siempre cansados.

Una tarde de domingo, mientras paseaba a Mateo por el parque de La Alamedilla, me encontré con Teresa, una vecina de toda la vida.

—¿Y tus hijos? —me preguntó—. Hace siglos que no los veo.

—Trabajando —respondí—. Siempre trabajando.

Teresa suspiró.—Los tiempos han cambiado, Carmen. Antes nos bastaba con poco. Ahora parece que nada es suficiente.

Esa noche, al volver a casa, encontré a Lucía llorando en silencio en el sofá. Me senté a su lado y le tomé la mano.

—No sé si lo estamos haciendo bien —me confesó—. A veces siento que me pierdo momentos que nunca volverán.

—La vida no espera —le dije—. Los hijos crecen aunque no los mires.

Pasaron los meses y la rutina siguió igual: Lucía y Sergio saliendo temprano, Rosa llegando puntual cada mañana, yo intentando llenar los huecos con meriendas y cuentos. Pero algo empezó a cambiar en Lucía. Una noche me pidió que me quedara con Mateo porque quería salir sola a pasear. Cuando volvió, parecía más tranquila.

—He estado pensando —me dijo—. Quizá podamos organizarnos mejor. Quizá pueda pedir reducción de jornada…

Sergio no estuvo de acuerdo al principio. Discutieron mucho. Recuerdo una noche en la que los gritos se oían desde mi habitación:

—¡No puedes frenar ahora! —decía él—. ¡Te juegas el ascenso!

—¿Y qué si lo pierdo? —respondió ella—. ¿De qué sirve si no veo crecer a nuestro hijo?

La tensión se podía cortar con un cuchillo. Yo solo podía abrazar a Mateo y rezar para que encontraran una salida.

Un día recibí una llamada del colegio donde trabajo como voluntaria: necesitaban ayuda para organizar una charla sobre conciliación familiar y laboral. Pensé en Lucía y le propuse asistir juntas.

Allí escuchamos testimonios de otras madres y padres: algunos habían renunciado a sus trabajos; otros habían encontrado fórmulas intermedias; todos compartían la culpa y el miedo a equivocarse.

Al salir, Lucía me abrazó fuerte.—Gracias por no rendirte conmigo —me dijo.

Hoy las cosas no son perfectas: Lucía trabaja menos horas y Sergio intenta llegar antes a casa algunos días. Rosa sigue viniendo, pero ahora hay más risas y menos silencios en casa. Mateo ha aprendido a decir «mamá» y corre hacia Lucía cuando llega del trabajo.

A veces me pregunto si juzgué demasiado rápido o si simplemente echo de menos un mundo que ya no existe. Pero sigo creyendo que ningún éxito profesional puede llenar el vacío de una infancia sin abrazos.

¿Vosotros qué pensáis? ¿Es posible tenerlo todo sin perderse lo más importante? ¿O siempre hay algo que se queda por el camino?