La llamada que rompió mi silencio
—¿Eres Sergio Martín? —La voz al otro lado del teléfono temblaba, como si cada palabra le costara un mundo.
Era una tarde de noviembre en Madrid, el cielo gris y la lluvia golpeando los cristales del salón. Mi madre, Carmen, preparaba lentejas en la cocina y el aroma llenaba la casa. Yo estaba revisando unos papeles del trabajo, intentando ignorar el vacío que siempre sentía en días como ese. No esperaba ninguna llamada. No esperaba nada, en realidad.
—Sí, soy yo —respondí, sin reconocer el número.
—Soy Lucía… Lucía Martín. Tu hermana.
El mundo se detuvo. El reloj dejó de marcar los segundos. Sentí que el aire se volvía denso, imposible de respirar.
—¿Mi hermana? —repetí, como si la palabra fuera ajena a mi boca.
—Papá está muy enfermo. No sé a quién más llamar. Necesita verte. Necesita pedirte perdón.
Colgué sin decir nada más. Me quedé mirando el móvil como si fuera un objeto extraño. Mi madre entró en el salón, secándose las manos en el delantal.
—¿Quién era? —preguntó con esa voz suya, siempre suave, siempre preocupada por mí.
—Nada, publicidad —mentí, incapaz de mirarla a los ojos.
Durante toda la noche no pude dormir. Recordé las veces que pregunté por mi padre de niño y cómo mi madre siempre desviaba la conversación: “No merece la pena hablar de quien no quiso quedarse”. Crecí con esa frase tatuada en la piel, convencido de que no necesitaba saber nada más. Pero ahora tenía una hermana. Y un padre moribundo.
Al día siguiente, fui a trabajar como un autómata. Mis compañeros notaron mi distracción, pero nadie se atrevió a preguntar. En España, los secretos familiares se guardan bajo llave, como si hablar de ellos pudiera romper algo sagrado.
Esa noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada, no aguanté más.
—Mamá, ¿por qué nunca me hablaste de él? —solté de golpe.
Carmen dejó el tenedor en el plato y me miró con esos ojos verdes llenos de tristeza.
—¿Por qué quieres saberlo ahora?
—Me ha llamado una chica. Dice que es mi hermana. Que papá está enfermo.
Mi madre suspiró y se levantó para encender un cigarrillo junto a la ventana. El humo dibujaba figuras en el aire.
—Tu padre… era un cobarde. Cuando supo que yo estaba embarazada, desapareció. Nunca volvió a buscarte. No quería que crecieras con esa herida abierta.
—Pero la herida está ahí —dije casi en un susurro.
No dormí esa noche tampoco. Al amanecer, decidí ir a buscar a Lucía. Nos citamos en una cafetería cerca de Atocha. Cuando la vi entrar, supe al instante que era mi hermana: tenía la misma nariz aguileña y el mismo lunar junto al labio que yo veía cada mañana en el espejo.
—Gracias por venir —dijo ella, nerviosa.
—No sé si estoy preparado para esto —admití.
Lucía me contó que nuestro padre, Antonio, llevaba meses luchando contra un cáncer de pulmón. Que siempre hablaba de mí, que se arrepentía de haberme dejado atrás. Que quería verme antes de morir.
—¿Y tú? ¿Le has perdonado? —le pregunté.
Ella bajó la mirada.
—No lo sé. Pero es nuestro padre.
Salí de allí con el corazón hecho trizas. Caminé por las calles mojadas de Madrid sin rumbo fijo, pensando en todo lo que me había perdido: cumpleaños, Navidades, tardes de fútbol en el parque… ¿Podía perdonar a alguien que nunca estuvo?
Esa noche discutí con mi madre como nunca antes. Le reproché su silencio, su orgullo, su miedo a enfrentar el pasado. Ella lloró y yo también. Nos abrazamos durante mucho tiempo, como si quisiéramos reparar todos los años perdidos en un solo instante.
Finalmente, decidí ir al hospital. Antonio estaba pálido y delgado, apenas una sombra del hombre que imaginé alguna vez. Cuando entré en la habitación, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Sergio… hijo… —balbuceó.
Me quedé de pie junto a la puerta, sin saber qué decir ni hacer.
—Lo siento tanto… No hay día que no me arrepienta —dijo entre sollozos—. Fui un cobarde. No supe ser padre ni hombre.
Sentí rabia y compasión al mismo tiempo. Quise gritarle todo lo que me había dolido su ausencia, pero solo pude sentarme a su lado y tomarle la mano.
Pasamos horas hablando. Me contó historias de su juventud, de cómo conoció a mi madre en una verbena de barrio, de sus miedos y errores. Por primera vez sentí que podía entenderle, aunque no justificarle.
Antonio murió dos semanas después. En el entierro estábamos Lucía y yo, dos desconocidos unidos por una herida común. Mi madre vino también; se mantuvo al margen pero me miró con orgullo y tristeza a partes iguales.
Ahora tengo una hermana con la que comparto cafés y paseos por El Retiro. Mi relación con mi madre es más honesta; hablamos del pasado sin miedo ni rencor. Pero sigo preguntándome si realmente he perdonado a mi padre o si solo he aprendido a vivir con su ausencia.
A veces me pregunto: ¿Es posible cerrar una herida que nunca deja de sangrar? ¿Vosotros habríais hecho lo mismo? ¿Se puede perdonar lo imperdonable?