El eco de las paredes vacías: Una vida entre cajas

—¿Así que es esto? ¿Después de todo lo que hemos pasado aquí, queréis que venda la casa? —Mi voz retumba en el salón vacío, rebotando contra las paredes que aún guardan el eco de las risas de mis hijos pequeños.

Clara, mi hija mayor, baja la mirada. Siempre ha sido la más sensata, la que intenta mediar. Pero esta vez no dice nada. Es Pablo, su hermano, quien da un paso al frente, con ese aire práctico que heredó de su padre.

—Mamá, no es solo por nosotros. Esta casa es demasiado grande para ti sola. Apenas usas la mitad de las habitaciones. Y el ascensor lleva meses sin funcionar…

—¿Y qué? —le interrumpo—. Aquí están todas mis cosas, mis recuerdos… ¿Dónde voy a meter la vajilla de la abuela? ¿Y los álbumes de fotos?

Me siento en el sofá, ese mismo sofá donde tantas veces me quedé dormida esperando a que volvieran de fiesta. Ahora soy yo la que teme quedarse sola, pero nadie parece notarlo.

—Mamá —Clara se acerca y me toma la mano—, no queremos hacerte daño. Pero piensa en lo que podrías hacer con el dinero. Podrías viajar, irte a un piso más cómodo… Y nosotros podríamos dar la entrada para una casa cerca del colegio de los niños.

—¿Así que de eso se trata? —mi voz tiembla—. ¿De dinero?

Pablo suspira y se pasa la mano por el pelo. Siempre tan impaciente.

—No es solo eso. Es que… todos podríamos empezar de nuevo. Tú podrías dejar de preocuparte por las goteras y las facturas. Nosotros podríamos dejar de vivir apretados en un piso sin ascensor.

Miro alrededor. Las cortinas están descoloridas por el sol, el parquet cruje bajo mis pies. Hace años que no invierto en arreglos, es cierto. Pero cada rincón tiene una historia: la marca en la pared donde medíamos a los niños, la mancha de vino que nunca salió del mantel.

—¿Y si me arrepiento? —pregunto en voz baja.

Clara me abraza. Siento su corazón latiendo rápido.

—No tienes por qué decidirlo ahora. Solo piénsalo.

Esa noche no duermo. Me levanto varias veces y recorro la casa en silencio. Paso los dedos por los lomos de los libros, abro cajones llenos de cartas antiguas. Me detengo ante una foto: mi marido y yo en la playa de Sanlúcar, los niños jugando en la orilla.

Al día siguiente, viene mi hermana Carmen. Siempre ha sido directa.

—¿Qué pasa, Lucía? Me ha llamado Clara preocupada.

Le cuento todo entre lágrimas.

—Mira —dice Carmen—, yo vendí mi piso hace dos años y pensé que me moría del disgusto. Pero ahora estoy más tranquila. No eres menos madre ni menos mujer por dejar esta casa.

Me quedo pensando en sus palabras mientras preparo café. ¿De verdad puedo empezar de cero a los 67 años?

Pasan los días y la presión crece. Pablo me manda enlaces de pisos pequeños y modernos; Clara me habla de residencias con actividades para mayores. Yo solo quiero tiempo para pensar.

Una tarde, mientras riego las plantas del balcón, escucho voces en la calle: mis nietos jugando al fútbol con otros niños del barrio. Me asomo y veo a Mateo, el mayor, tropezar y caer. Bajo corriendo y lo abrazo antes de que empiece a llorar.

—Abuela, ¿te vas a ir? —me pregunta con los ojos llenos de miedo.

No sé qué responderle.

Esa noche llamo a Clara.

—Ven mañana temprano —le digo—. Quiero hablar con todos.

Nos sentamos en la cocina, como tantas veces antes. Pablo llega tarde, como siempre.

—He decidido vender —digo al fin—. Pero quiero elegir yo dónde voy a vivir. Y quiero llevarme algunas cosas: la mesa del comedor, las fotos…

Clara sonríe entre lágrimas; Pablo asiente aliviado.

Empieza el proceso: tasadores, visitas, cajas por todas partes. Cada objeto que guardo es una pequeña despedida. Un día encuentro una carta de mi marido: “Lucía, pase lo que pase, esta casa siempre será tu refugio”.

Lloro como una niña.

El día de la mudanza llueve a cántaros. Los vecinos vienen a despedirse; algunos lloran conmigo. Los nietos corren por las habitaciones vacías gritando sus nombres para escuchar el eco.

En mi nuevo piso todo huele a pintura fresca y soledad. Pero poco a poco voy llenándolo de vida: cuelgo cortinas nuevas, planto geranios en el balcón, invito a Clara y Pablo a cenar los domingos.

Un día me sorprendo riendo con mis nietos mientras jugamos al parchís en la mesa del comedor que logré traer conmigo.

A veces echo de menos mi antigua casa, pero también siento alivio: menos preocupaciones, menos escaleras, más tiempo para mí.

¿Es posible empezar de nuevo cuando crees que ya lo has vivido todo? ¿Cuántas veces podemos reinventarnos sin perder lo que somos?