El eco de las paredes: La historia de Carmen y su casa
—Carmen, por favor, no entres en nuestra habitación ni toques nuestras cosas —me espetó Ana, con esa voz fría que usa cuando quiere dejar claro que no soy bienvenida. Me quedé parada en el pasillo, con las llaves de mi propia casa temblando en la mano. ¿Cómo hemos llegado a esto?
Hace seis meses, Pedro llegó con Ana y una maleta enorme. «Mamá, solo será un par de semanas, hasta que encontremos un piso decente», me dijo, dándome un beso en la mejilla. Yo asentí, aunque ya entonces sentí una punzada en el pecho. Mi casa siempre había sido mi refugio, el lugar donde cada mueble tenía una historia y cada rincón guardaba un recuerdo de mi difunto marido, Julián. Pero ¿cómo iba a negarles ayuda a mi hijo y su esposa?
Al principio todo fue cordial. Ana cocinaba de vez en cuando, Pedro ayudaba con la compra. Pero pronto las cosas empezaron a cambiar. Ana empezó a reorganizar la cocina, moviendo mis cazuelas de sitio, guardando mis tazas favoritas en armarios altos donde apenas llego. «Así está más ordenado», decía ella. Yo callaba, tragando mi incomodidad.
Una tarde, mientras buscaba una foto antigua de Pedro para enseñársela a mi vecina Pilar, entré en la habitación que les había cedido. Allí seguían muchas de mis cosas: cajas con álbumes, la manta de ganchillo que hice cuando nació Pedro, incluso el reloj de Julián. Ana me sorprendió rebuscando entre las cajas.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, con el ceño fruncido.
—Busco una foto de Pedro de pequeño —respondí, intentando sonar tranquila.
—Preferiría que no entres sin avisar. Es nuestro espacio ahora.
Me mordí la lengua. ¿Nuestro espacio? ¿En mi propia casa? Pero no dije nada. Pedro llegó poco después y notó la tensión.
—Mamá, entiende que necesitamos privacidad —me dijo él, sin mirarme a los ojos.
Desde entonces, cada día ha sido una pequeña batalla. Ana trae muebles nuevos y los coloca en el salón sin consultarme. Mis plantas han desaparecido del balcón para dejar sitio a sus bicicletas. El perro de Ana, un chihuahua nervioso llamado Paco, corretea por todas partes y deja pelos en mi sofá.
A veces escucho a Ana hablando por teléfono con su madre: «No sé cómo aguanta Pedro aquí, su madre es tan… anticuada». Me encierro en mi habitación y lloro en silencio. Echo de menos a Julián; él sabría qué decirme.
Una noche, después de cenar, Pedro se sentó conmigo en la cocina.
—Mamá, Ana y yo hemos estado hablando… Quizá podrías irte unos días al pueblo con tía Rosario. Así tendríamos más espacio para buscar piso tranquilos.
Sentí que me faltaba el aire. ¿Irme yo? ¿De mi propia casa?
—Pedro, esta es mi casa —susurré—. Aquí viví con tu padre toda la vida.
Él bajó la mirada.
—Solo sería temporal…
No respondí. Me fui a mi cuarto y cerré la puerta con llave por primera vez en treinta años.
Los días siguientes fueron peores. Ana dejó de saludarme por las mañanas. Pedro apenas me dirigía la palabra. El ambiente era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.
Un domingo por la tarde, mientras veía fotos antiguas sentada en el sofá, escuché a Ana hablando con Pedro en voz baja:
—No puedo más, Pedro. O tu madre se va o me voy yo.
Sentí un nudo en el estómago. Recordé cuando Pedro era pequeño y venía corriendo a mis brazos después de una pesadilla. Ahora era yo quien tenía miedo de perderlo.
Esa noche no dormí. Me levanté temprano y preparé café para todos, como hacía antes. Cuando Ana bajó a la cocina, le ofrecí una taza.
—Gracias —dijo ella, sin mirarme.
Me armé de valor.
—Ana, sé que esto no es fácil para ti… ni para mí. Pero esta casa es todo lo que tengo. No quiero perderla ni perderos a vosotros.
Ella suspiró.
—Carmen, yo tampoco quiero conflictos. Pero necesito sentirme en casa… y aquí no puedo.
Pedro entró justo entonces y nos miró a las dos.
—¿Podemos intentar convivir? —pregunté—. Al menos hasta que encontréis vuestro piso.
Ana asintió con desgana. Pedro me abrazó brevemente.
Pero nada cambió realmente. Las tensiones siguieron creciendo hasta que una tarde encontré mis álbumes de fotos apilados junto a la puerta del trastero.
—¿Por qué están aquí mis cosas? —pregunté a Pedro.
—Ana necesitaba espacio para sus libros —respondió él, encogiéndose de hombros.
Esa noche decidí dormir en el sofá del salón. No podía soportar estar encerrada en mi propio cuarto como una extraña.
Al día siguiente fui al mercado y me encontré con Pilar.
—Carmen, tienes mala cara —me dijo ella—. ¿Todo bien en casa?
No pude evitarlo y rompí a llorar allí mismo, entre las naranjas y los tomates.
Ahora escribo esto sentada en el banco del parque donde solía venir con Julián los domingos por la tarde. Mi casa ya no es mía; es solo un lugar donde duermo rodeada de recuerdos desplazados y voces ajenas.
¿En qué momento dejamos de ser familia para convertirnos en extraños bajo el mismo techo? ¿De verdad es tan difícil convivir sin perder lo que somos?