El día que Aurora perdió su melena (y yo, la confianza)
—¡¿Pero cómo has podido hacerle eso a Aurora sin preguntarme?! —grité, con la voz rota, mientras veía los mechones rubios de mi hija caer al suelo del baño. Carmen me miró desafiante, con los ojos brillando de lágrimas contenidas.
—No era tu decisión, Mateo. Era la suya. Y la mía como madre —respondió, apretando los labios.
Aurora, sentada en el taburete, temblaba. Tenía solo once años y su melena era su orgullo. Pero ahora, con la cabeza rapada, parecía más pequeña, más frágil. Yo sentí que el mundo se me venía encima.
Todo empezó hace una semana. Aurora llegó del colegio con los ojos hinchados de llorar. Su mejor amiga, Lucía, había sido diagnosticada con leucemia. La noticia corrió como la pólvora por el grupo de WhatsApp de padres. Carmen y yo hablamos largo rato esa noche sobre cómo podíamos ayudar a Lucía y a su familia. Pero nunca imaginé que Carmen ya tenía un plan.
—Mamá dice que si me rapo el pelo, Lucía no se sentirá tan sola —me dijo Aurora al día siguiente, con voz temblorosa.
—¿Y tú quieres hacerlo? —le pregunté, intentando sonar comprensivo.
Ella bajó la mirada. —No lo sé… Me da miedo lo que dirán en clase.
—No tienes que hacerlo si no quieres —le aseguré, acariciándole la cabeza.
Pero Carmen insistió. «Es un gesto bonito, Aurora. Lucía te necesita ahora más que nunca. Y el pelo crece», le repetía una y otra vez. Yo intenté intervenir, pero Carmen me apartó con un «Tú no entiendes lo que es ser niña».
El sábado por la mañana, mientras yo salía a comprar el pan, Carmen llevó a Aurora a la peluquería del barrio. Cuando volví, encontré a mi hija llorando en el baño, rodeada de mechones dorados. Carmen la abrazaba fuerte, pero Aurora no dejaba de sollozar.
—¡No quería hacerlo! —me gritó Aurora cuando entré.
Sentí una rabia sorda hacia Carmen. ¿Cómo podía haberle hecho esto a nuestra hija? ¿Por qué no me consultó? ¿Por qué no escuchó a Aurora?
Esa noche dormí en el sofá. No podía mirar a Carmen a los ojos. Me sentía traicionado, desplazado como padre. ¿Qué derecho tenía ella a decidir sola sobre algo tan importante?
Los días siguientes fueron un infierno. Aurora no quería ir al colegio. Decía que todos la miraban raro, que algunos niños se reían de ella y otros le preguntaban si estaba enferma también. Carmen intentaba animarla: «Eres valiente, eres fuerte». Pero yo veía cómo Aurora se encogía cada vez más en sí misma.
Mi madre vino a casa y al ver a Aurora se echó a llorar. «¿Pero qué le habéis hecho a la niña?», le reprochó a Carmen delante de todos. Mi suegra defendió a su hija: «Es un acto de amor y solidaridad». La tensión en casa era insoportable.
Una tarde, recogí a Aurora del colegio antes de tiempo. La encontré sentada sola en el patio, con la capucha puesta aunque hacía calor.
—Papá… ¿por qué mamá me obligó? —me preguntó con voz bajita.
No supe qué responderle. Le abracé y le prometí que nunca más dejaría que nadie tomara decisiones por ella sin escucharla primero.
Carmen y yo apenas nos hablamos ya. Cada vez que intento sacar el tema, ella se pone a la defensiva:
—¿Acaso no te importa Lucía? ¿No ves que esto es por una buena causa?
—Claro que me importa Lucía —le respondo—, pero también me importa nuestra hija. Y tú no la escuchaste.
El colegio organizó una charla sobre el cáncer infantil y la solidaridad. Algunos padres me felicitaron por el gesto de Aurora; otros me miraron con lástima. Yo solo quería recuperar a mi hija alegre y segura de sí misma.
Una noche, Aurora vino a mi cama y se acurrucó conmigo.
—Papá… ¿me crecerá el pelo pronto?
—Claro que sí, princesa —le susurré—. Y cuando eso pase, haremos lo que tú quieras con él.
Ahora miro a Carmen y no sé si podré perdonarla algún día. Siento que algo se ha roto entre nosotros: la confianza, el respeto mutuo como padres…
¿Hasta dónde está bien sacrificar la voluntad de un hijo por una causa noble? ¿Quién tiene derecho a decidir sobre el cuerpo y las emociones de un niño?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar?