No te dejaré sola: El precio de una promesa entre hermanas
—No puedo más, Lucía. No puedo… —La voz de Ana, mi hermana pequeña, temblaba al otro lado del teléfono. Era una tarde de noviembre, el cielo de Madrid se caía a pedazos y yo, sentada en la cocina de mi piso recién comprado, sentí cómo el mundo se detenía.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, aunque ya intuía la respuesta. Desde hacía meses, Ana arrastraba un matrimonio que se desmoronaba y dos niños pequeños que no entendían por qué su madre lloraba cada noche.
—Javier… se ha ido. Se ha llevado el coche, las llaves… todo. No tengo ni para pagar la luz este mes. Mamá no puede ayudarme y… —Su voz se quebró en un sollozo ahogado.
En ese instante, recordé la promesa que le hice cuando éramos niñas: “Nunca te dejaré sola”. Pero ahora, esa promesa pesaba como una losa. Yo acababa de mudarme con Sergio, mi pareja, después de años ahorrando para tener por fin algo nuestro. Teníamos planes, sueños… y, de pronto, todo eso parecía egoísta frente al abismo en el que caía Ana.
—Voy para allá —dije sin pensarlo. Sergio me miró desde el salón, con el mando de la tele en la mano y una ceja levantada.
—¿Otra vez? Lucía, no puedes salvarla siempre. ¿Y nosotros qué? —Su tono era más cansado que enfadado.
—Es mi hermana —respondí, recogiendo las llaves—. No puedo dejarla tirada.
El trayecto hasta el piso de Ana fue un suplicio. El tráfico, la lluvia golpeando los cristales, mi cabeza llena de reproches. ¿Hasta cuándo podría sostener a todos? ¿Cuándo podría pensar en mí?
Al llegar, encontré a Ana hecha un ovillo en el sofá, los ojos hinchados y los niños dormidos en la habitación contigua. Me senté a su lado y la abracé fuerte.
—No sé qué hacer, Lucía. Me siento una inútil —susurró.
—No digas eso. Vamos a salir de esta juntas —le prometí.
Esa noche me quedé con ella. Al día siguiente llamé al trabajo y pedí unos días libres. Sergio apenas me habló cuando volví a casa a por ropa.
—¿Y si esto dura semanas? ¿Meses? —me preguntó—. ¿Y si nunca vuelve a estar bien?
No supe qué responderle. Solo sabía que no podía dejar sola a Ana.
Los días se convirtieron en semanas. Yo llevaba a los niños al colegio, ayudaba a Ana con los papeles del divorcio, pagaba facturas con mis ahorros. Sergio empezó a salir más con sus amigos; cuando volvía a casa, apenas cruzábamos palabra.
Una tarde, mientras preparaba la cena para todos, Ana me miró con los ojos llenos de culpa.
—Te estoy arruinando la vida, ¿verdad?
—No digas tonterías —mentí—. Eres mi hermana.
Pero por dentro sentía rabia. Rabia por Javier, por Ana, por mí misma… por esa promesa infantil que ahora me asfixiaba.
La tensión en casa crecía. Los niños empezaron a preguntar por su padre; Ana se encerraba en el baño a llorar. Yo me sentía invisible: ni hermana ni pareja ni hija suficiente para nadie.
Un domingo por la mañana, Sergio apareció en casa de Ana sin avisar.
—Tenemos que hablar —dijo serio—. No puedo seguir así, Lucía. Siento que te he perdido.
Ana escuchó desde la cocina y bajó la mirada. Yo me quedé helada.
—¿Qué quieres que haga? —le pregunté—. ¿Que la deje sola?
—Quiero que pienses en ti. En nosotros —respondió él—. No puedes cargar con todo el mundo siempre.
Esa noche no dormí. Me debatía entre dos amores: el de mi hermana y el de Sergio; entre la culpa y el deseo de ser feliz por fin.
Pasaron los meses y nada mejoraba. Ana consiguió un trabajo a media jornada pero seguía rota por dentro; Sergio terminó marchándose del piso y yo me quedé sola entre dos mundos que ya no encajaban.
Una tarde de primavera, Ana me abrazó fuerte antes de irse al trabajo.
—Gracias por no dejarme sola —me dijo—. Pero ahora tienes que pensar en ti también.
Me quedé en el umbral de la puerta, sintiendo que había perdido todo: mi pareja, mis ahorros, mi paz… pero también sabiendo que había cumplido mi promesa.
A veces me pregunto si hice lo correcto o si simplemente me dejé arrastrar por la culpa y el miedo a estar sola yo también. ¿Hasta dónde llega el deber hacia la familia? ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar por quienes amamos?
¿Vosotros qué habríais hecho? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a uno mismo?