El peso del apellido: Sombras de mi padre y la búsqueda de mi verdad
—¿Por qué no puedes simplemente callarte, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol de la entrada. Yo tenía diecisiete años y acababa de tirar la puerta tras de mí, con los ojos ardiendo de rabia y vergüenza.
Afuera, los periodistas se agolpaban frente al portal, cámaras en alto, gritando mi apellido como si fuera una condena: «¡Lucía Ortega! ¡Una palabra sobre su padre!». Mi padre, don Ramón Ortega, había sido alcalde de nuestro pueblo en Castilla durante más de una década. Para todos era el hombre honrado, el benefactor, el que conseguía becas para los jóvenes y fiestas para los mayores. Para mí era un gigante cuya sombra me asfixiaba.
Pero esa mañana todo cambió. El escándalo estalló como una bomba: contratos amañados, favores a amigos, becas para hijos de concejales. Y yo, la hija ejemplar, la que estudiaba Derecho en Salamanca, me convertí en sospechosa por llevar su sangre.
—No puedo callarme, mamá —le respondí con voz temblorosa—. No puedo fingir que no pasa nada.
Ella me miró con una mezcla de miedo y súplica. —Lucía, por favor… Si hablas, nos hundes a todos.
Me encerré en mi cuarto. El móvil vibraba sin parar: mensajes de amigas que ya no sabían si saludarme o evitarme; profesores que me miraban con lástima; vecinos que cuchicheaban al verme pasar. Mi hermano pequeño, Pablo, lloraba cada noche porque en el colegio le llamaban «hijo del ladrón».
Esa noche escuché a mis padres discutir. —¿Y si Lucía dice algo? —preguntó mi padre—. ¿Y si no aguanta la presión?
—Es nuestra hija —respondió mi madre—. Pero también es una Ortega.
Me sentí atrapada entre dos mundos: el de la lealtad familiar y el de la justicia que siempre había admirado. ¿Cómo podía estudiar Derecho y mirar a los ojos a mis compañeros mientras mi apellido era sinónimo de corrupción?
Un día, mientras paseaba por la Plaza Mayor de Salamanca, me encontré con Carmen, mi mejor amiga desde la infancia. Me miró con tristeza.
—¿Vas a defenderles? —me preguntó sin rodeos.
—No lo sé —le confesé—. No quiero perderos a todos… pero tampoco quiero traicionar lo que soy.
Carmen me abrazó. —Haz lo que te dicte el corazón. Pero recuerda: tu vida es tuya, no de tu apellido.
Esa noche tomé una decisión. Fui al despacho de mi padre. Él estaba sentado entre montañas de papeles, ojeroso y derrotado.
—Papá —dije—, necesito saber la verdad. ¿Lo hiciste?
Él suspiró y bajó la mirada. —Hija… A veces hay que hacer sacrificios por el bien común. No todo es blanco o negro.
—¿Y yo? ¿Tengo que sacrificarme también? —pregunté con lágrimas en los ojos.
Él no respondió. Sentí que algo dentro de mí se rompía.
Al día siguiente fui a la universidad y pedí hablar con el decano. Le conté todo lo que sabía: los favores, las presiones, las becas injustas. Sabía que eso significaba perder a mi familia tal y como la conocía, pero también sabía que era la única forma de ser fiel a mí misma.
La noticia corrió como la pólvora. «La hija del exalcalde denuncia las irregularidades familiares». Mi madre dejó de hablarme durante meses; Pablo me miraba con resentimiento; mi padre se encerró en sí mismo.
Pero también recibí mensajes anónimos de estudiantes agradecidos, profesores que me decían que era valiente, vecinos que empezaron a saludarme otra vez.
Un día, mientras paseaba sola por las calles empedradas del pueblo, una anciana se acercó y me dijo: —Tu padre hizo cosas buenas y malas. Pero tú has hecho lo correcto. No pierdas nunca tu nombre por miedo al apellido.
Ahora vivo sola en Madrid, lejos del ruido y las sombras del pasado. A veces echo de menos las cenas familiares, las risas en verano… Pero sé que he elegido mi propio camino.
¿De verdad podemos ser libres del peso de nuestro apellido? ¿O siempre llevaremos las sombras de quienes nos precedieron? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?