Cuando el amor se rompe en silencio: La historia de Marta

—¿Por qué lloras, mamá? —me preguntó Lucía, mi hija pequeña, mientras yo intentaba disimular las lágrimas en la cocina, con las manos aún húmedas de fregar los platos.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de ocho años que su padre ya no me quería? ¿Que todo lo que yo había hecho durante años —los desayunos preparados antes del amanecer, las carreras al colegio, las noches en vela cuando tenían fiebre— no había servido para nada? Me limité a abrazarla fuerte, aspirando el olor a champú de fresa en su pelo, y le susurré: “Nada, cariño. Solo estoy un poco cansada”.

Pero la verdad era otra. La verdad era que Luis, mi marido desde hacía dieciséis años, me había traicionado. Y lo peor no fue la infidelidad en sí —aunque dolía como una herida abierta— sino sus palabras cuando le enfrenté:

—Marta, es que tú… tú ya no eres la misma. Solo piensas en los niños. ¿Y yo? ¿Dónde quedo yo?

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía decirme eso? ¿Acaso no era él también padre de esos niños? ¿No habíamos soñado juntos con formar una familia? Recuerdo la primera vez que vi a Luis en la universidad de Salamanca, tan seguro de sí mismo, tan divertido. Me enamoré de su risa y de su manera de mirar el mundo. Pensé que juntos podríamos con todo.

Pero la vida no es como en las películas. La rutina fue llenando los huecos entre nosotros: los turnos en el hospital donde trabajo como enfermera, los deberes de los niños, las facturas, las discusiones por tonterías. Yo intentaba estar en todo: preparar la merienda para Pablo y Lucía, ayudarles con los deberes, llevarles a natación y a clases de inglés. Luis llegaba tarde del trabajo, cada vez más distante. Yo pensaba que era el estrés. Nunca imaginé que había otra mujer.

La descubrí por casualidad: un mensaje en su móvil, una cita guardada como “reunión” en el calendario. Cuando le pregunté directamente, no lo negó. Ni siquiera se molestó en inventar una excusa.

—Marta, lo nuestro ya no funciona. No me siento querido —me dijo con frialdad.

Me quedé muda. ¿No se sentía querido? ¿Y yo? ¿Alguien se había preocupado por cómo me sentía yo?

Durante semanas viví en una especie de niebla. Mi madre me llamaba cada noche:

—Hija, tienes que ser fuerte por los niños. No dejes que te vea así.

Pero yo no podía evitarlo. Me sentía vacía. Mis amigas del parque murmuraban a mis espaldas:

—¿Te has enterado de lo de Marta y Luis? Pobrecilla…

Una tarde, mientras esperaba a Lucía a la salida del colegio, me encontré con Carmen, una madre del AMPA.

—Marta, si necesitas hablar… —me dijo con sinceridad—. No estás sola.

Aquellas palabras me hicieron llorar otra vez. No estaba sola. Pero me sentía sola como nunca antes.

Luis venía a casa solo para ver a los niños. Me evitaba la mirada. Una noche, después de acostar a Pablo y Lucía, le esperé en el salón.

—¿De verdad crees que esto es culpa mía? —le pregunté con voz temblorosa.

Él suspiró y se encogió de hombros:

—No lo sé… Solo sé que ya no soy feliz.

Me dieron ganas de gritarle que yo tampoco era feliz, que nadie me preguntaba si necesitaba un abrazo o un respiro. Pero me callé. Como siempre.

Pasaron los meses y todo cambió poco a poco. Aprendí a hacer la compra sola, a arreglar la cisterna cuando se rompía, a consolar a mis hijos cuando preguntaban por qué papá ya no vivía con nosotros.

Un día, Pablo vino corriendo del colegio:

—Mamá, hoy he metido un gol y papá no estaba para verlo…

Sentí rabia e impotencia. Pero también una fuerza nueva dentro de mí. No podía seguir viviendo para los demás sin pensar en mí misma.

Empecé a salir a caminar por las tardes cuando los niños estaban con su padre. Descubrí un grupo de lectura en la biblioteca municipal y allí conocí a Teresa y Ana, dos mujeres separadas como yo. Compartimos historias, risas y lágrimas. Por primera vez en mucho tiempo sentí que podía respirar.

Luis intentó volver varias veces:

—Marta, echo de menos a los niños… y también a ti.

Pero ya era tarde. Había aprendido a vivir sin él. Había aprendido que mi valor no dependía de ser la madre perfecta ni la esposa ejemplar.

Ahora miro atrás y veo todo lo que he superado. Sigo siendo madre ante todo, pero también soy Marta: una mujer capaz de empezar de nuevo.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en el sacrificio sin reconocerse a sí mismas? ¿Cuántas veces nos culpamos por lo que otros deciden hacer?

¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que te han hecho responsable de algo que no era tu culpa?