El precio de ayudar: Cuando el amor de madre se convierte en deuda

—Mamá, ¿puedes dejar de opinar sobre todo? —me espetó Sergio, con esa mirada fría que nunca le había visto.

Me quedé helada en mitad del salón, con la taza de café temblando entre mis manos. Había venido a su piso de Lavapiés para ayudarle a montar una estantería, pero la conversación había derivado, como tantas otras veces últimamente, en una discusión. No era la primera vez que sentía que sobraba en la vida de mi propio hijo, pero esta vez dolió más.

—Solo decía que quizá podríais aprovechar mejor el espacio del salón si movéis el sofá… —intenté justificarme, buscando la complicidad de Lucía, su mujer, que ni siquiera levantó la vista del móvil.

—Mamá, es mi casa. Bueno, nuestra casa —corrigió Sergio, mirando a Lucía—. Ya no tienes que preocuparte por estas cosas.

Me mordí la lengua. ¿Cómo podía decirme eso? ¿Acaso no recordaba que sin mi ayuda nunca habrían podido comprar este piso? Que durante años ahorré cada euro, renunciando a vacaciones y caprichos, para poder darles ese empujón cuando el banco les negó la hipoteca completa. ¿No era también un poco mía esta casa?

Recuerdo perfectamente el día que Sergio me llamó, desesperado:

—Mamá, nos falta dinero para la entrada. El banco no nos da más y Lucía está muy agobiada…

No lo dudé ni un segundo. Saqué los ahorros de toda una vida y se los di. Firmamos un papel ante notario para dejar constancia de que era un préstamo familiar, pero nunca quise reclamar nada. Era mi hijo. ¿Para qué acumular si no es para ayudarles?

Pero desde entonces, algo cambió. Al principio venían a verme cada semana. Me llamaban para cualquier cosa: una receta, un consejo sobre la lavadora, una consulta sobre facturas. Pero poco a poco las llamadas se fueron espaciando. Las visitas se volvieron más tensas. Y ahora, cada vez que intento opinar o sugerir algo, Sergio me corta en seco.

—No hace falta que vengas tanto, mamá. Estamos bien —me dijo hace un mes.

A veces pienso que Lucía tiene algo que ver. Siempre fue educada conmigo, pero distante. Nunca entendí del todo su manera de ver la familia: tan fría, tan independiente. En mi casa siempre fuimos de puertas abiertas, de sobremesas largas y domingos juntos. Pero aquí todo es distinto. Todo es suyo.

El otro día, durante la comida familiar por el cumpleaños de Sergio, intenté romper el hielo:

—¿Habéis pensado en tener hijos? —pregunté con una sonrisa.

Lucía dejó caer el tenedor y me miró como si hubiera dicho una barbaridad.

—Eso es cosa nuestra —dijo seca.

Sergio ni siquiera me defendió. Solo bajó la cabeza y murmuró:

—Mamá, por favor…

Me sentí tan pequeña en ese momento… Como si ya no tuviera derecho a formar parte de su vida. Como si todo lo que hice por él no contara para nada.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces y miré las fotos antiguas: Sergio de pequeño en la playa de Benidorm, los veranos en el pueblo con sus primos, las Navidades en casa cuando todavía estaba su padre… ¿En qué momento se rompió todo?

Mi hermana Carmen dice que tengo que dejarles espacio:

—Los hijos crecen, Lola. Tienes que aprender a soltarles —me repite cada vez que me ve llorar.

Pero ¿cómo se aprende eso? ¿Cómo se aprende a ser madre solo cuando te necesitan y a desaparecer cuando ya no eres útil?

Hace dos semanas recibí una carta del banco dirigida a Sergio pero enviada a mi dirección antigua. La abrí sin pensar (vieja costumbre) y vi que aún quedaba parte del préstamo familiar pendiente. Llamé a Sergio para preguntarle si necesitaba ayuda para terminar de pagarlo.

—Mamá, te lo agradezco pero ya no hace falta —me cortó rápido—. Además, ese dinero lo vamos a devolver cuando podamos. Pero… no hace falta que te metas en nuestras cosas.

Sentí un nudo en la garganta. No era solo el dinero; era sentirme apartada de su vida, como si ya no tuviera derecho ni siquiera a preocuparme.

Ayer fue el colmo. Fui al piso sin avisar porque tenía unas croquetas recién hechas y pensé que les haría ilusión. Lucía abrió la puerta y puso cara de sorpresa:

—¿Otra vez aquí? —dijo bajito, creyendo que no la oía.

Sergio salió del baño y me miró serio:

—Mamá, tienes que avisar antes de venir. Esto… esto ya no es tu casa.

Me quedé paralizada. «Esto ya no es tu casa». Las palabras resonaron en mi cabeza como un eco cruel. Me fui sin decir nada, dejando las croquetas en la encimera.

Hoy he pasado el día sola en mi piso de Carabanchel, mirando por la ventana cómo llovía sobre Madrid. He repasado cada momento, cada sacrificio, cada gesto de amor convertido ahora en motivo de distancia.

¿En qué momento ayudar se convierte en un error? ¿Hasta dónde llega el amor de una madre antes de volverse invisible? ¿De verdad he hecho mal por querer estar cerca?

Quizá algún día Sergio entienda lo que duele sentirse apartada por aquellos por quienes diste todo sin pedir nada a cambio.

¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde debe llegar una madre? ¿Es justo sentirse así después de haberlo dado todo?