La hija invisible: el precio de ser fuerte

—¿Por qué siempre tengo que ser yo? —me pregunté en voz baja, mientras recogía los platos del desayuno, aún con el eco de la discusión de anoche resonando en mi cabeza. Mi madre, sentada en su sillón junto a la ventana, miraba la calle con los ojos perdidos. El sol de Madrid entraba a raudales, pero en casa hacía frío.

—¿Has llamado a Sergio? —me preguntó de repente, sin apartar la vista del exterior.

—Sí, mamá. Dice que tiene mucho trabajo esta semana. Que lo siente —mentí. En realidad, mi hermano ni siquiera contestó el mensaje. Como siempre.

Sergio, tres años menor que yo, siempre fue el niño especial. «Es tan sensible», decía mamá cuando éramos pequeños y él lloraba porque se le rompía un juguete o porque no quería ir al colegio. Yo, en cambio, aprendí pronto a no molestar. A sacar buenas notas, a no discutir, a ser la hija que no da problemas. Mamá estaba orgullosa de mí, sí, pero nunca lo decía en voz alta. No como con Sergio, al que abrazaba y defendía incluso cuando la liaba.

Recuerdo una tarde de verano, tendría yo unos catorce años y Sergio once. Habíamos ido al parque con mamá. Sergio se cayó de la bici y empezó a llorar desconsoladamente. Mamá corrió hacia él, lo abrazó y le compró un helado para consolarlo. Yo me acerqué con una rodilla sangrando —me había caído también— pero ella ni se dio cuenta. «Tú eres fuerte, Lucía», me dijo cuando por fin me miró. «Tú puedes con todo».

Y así crecí: siendo fuerte. Siendo invisible.

Ahora mamá está enferma. Un ictus le robó la mitad del cuerpo y la mitad de las palabras hace seis meses. Desde entonces, todo recae sobre mí: las visitas al médico, las medicinas, la compra, las noches en vela cuando tiene fiebre o no puede dormir. Sergio viene a verla una vez al mes, como mucho. Siempre con prisas, siempre con excusas.

—No puedo dejar el trabajo, Lucía —me dijo la última vez—. Ya sabes cómo está todo ahora. Además, tú vives aquí cerca.

«Aquí cerca» es un piso pequeño en Vallecas que comparto con mi pareja, Marta. Pero desde que mamá enfermó, apenas duermo allí. Marta me pregunta cada noche cuándo volveré a casa de verdad. Yo no sé qué responderle.

A veces pienso que si yo también hubiera sido «sensible», si hubiera llorado más o hecho más ruido, quizá ahora no estaría sola en esto. Pero nunca aprendí a pedir ayuda. Ni siquiera ahora.

El otro día discutí con Marta por teléfono:

—No puedes cargar tú sola con todo —me dijo—. ¿Y tu hermano? ¿Y tu madre? ¿Y tú? ¿Quién te cuida a ti?

No supe qué contestar. Colgué y lloré en silencio en el baño de mamá para que no me oyera.

Por las noches, cuando mamá duerme y la casa queda en silencio, repaso mentalmente todo lo que tengo que hacer al día siguiente: llamar al centro de salud, comprar pañales, preparar la comida blanda que puede tragar sin atragantarse. A veces me sorprendo deseando que Sergio aparezca por la puerta y diga: «Tranquila, hoy me quedo yo». Pero eso nunca pasa.

El domingo pasado fue su cumpleaños. Le preparé una tarta de manzana como le gustaba antes del ictus. Cuando le puse la vela delante y le canté el cumpleaños feliz, vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Me cogió la mano con su lado bueno y murmuró algo que entendí como «gracias».

En ese momento sentí una mezcla extraña de ternura y rabia. Ternura porque era mi madre y estaba indefensa; rabia porque toda su vida giró en torno a Sergio y ahora él no estaba cuando más lo necesitaba.

Por la tarde llamé a Sergio:

—Mamá te echa de menos —le dije—. Hoy era su cumpleaños.

—Lo sé… Lo siento, Lucía. De verdad que no puedo ir ahora —respondió con voz cansada—. Dale un beso de mi parte.

Colgué sin decir nada más.

Esa noche soñé que volvía a ser niña y mamá me abrazaba como abrazaba a Sergio cuando lloraba. Me desperté llorando y me sentí ridícula.

A veces pienso en marcharme. Dejarlo todo y empezar de cero lejos de aquí. Pero entonces veo a mamá dormida en su sillón y sé que no puedo hacerlo.

Hoy he discutido otra vez con Marta:

—No puedes seguir así —me ha dicho—. Esto te está destrozando.

—¿Y qué hago? ¿La dejo sola? ¿Le pido ayuda a Sergio otra vez para que me diga que está ocupado?

Marta suspira al otro lado del teléfono:

—No sé… Pero tienes derecho a vivir tu vida también.

Cuelgo y me siento frente a la ventana junto a mamá. Afuera la vida sigue: niños jugando en la plaza, vecinos paseando al perro, el autobús 54 pasando puntual como cada tarde.

Me pregunto si alguna vez alguien verá el peso que llevo sobre los hombros o si seguiré siendo invisible para todos menos para mí misma.

¿De verdad es justo que siempre recaiga todo sobre los mismos? ¿Cuántos hijos invisibles hay ahí fuera cargando con todo sin que nadie lo vea?