La herida que nunca cierra: una traición en Madrid

—¿Por qué no contestas, Lucía? —La voz de mi marido, Sergio, resonaba desde el pasillo, pero yo apenas podía oírle. El móvil vibraba sobre la mesa del salón, iluminando la pantalla con un nombre que no reconocía: «Marina». No era la primera vez que veía ese nombre, pero sí la primera vez que sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

No sé qué me impulsó a hacerlo. Quizá fue el cansancio, la rutina, o esa intuición que a veces tenemos las mujeres. Deslicé el dedo y leí dos frases cortas: «Te echo de menos. ¿Cuándo nos vemos otra vez?». El mundo se detuvo. Sentí que el aire se volvía denso, como si Madrid entera se hubiera quedado sin oxígeno.

No recuerdo cómo llegué al dormitorio ni cómo logré enfrentarle. Solo recuerdo mi voz, temblorosa, preguntando: —¿Quién es Marina?

Sergio palideció. Intentó balbucear una excusa, pero sus ojos lo decían todo. No hacía falta más. En ese instante, supe que mi vida acababa de partirse en dos.

Los días siguientes fueron un torbellino de gritos ahogados, silencios interminables y miradas esquivas. Nuestra hija, Paula, apenas tenía ocho años y no entendía por qué mamá lloraba tanto ni por qué papá dormía en el sofá. Mi madre venía a casa con tuppers de croquetas y tortilla, intentando llenar el vacío con comida y frases hechas: «Estas cosas pasan, hija». Pero nadie entendía el dolor sordo que sentía cada vez que veía a Sergio cruzar la puerta.

La familia de Sergio intentó mediar. Su hermana Carmen me llamó una tarde: —Lucía, piénsalo bien. Todos cometemos errores. No tires tu matrimonio por la borda por una tontería.

¿Una tontería? ¿Era eso lo que pensaban? ¿Que mi dolor era insignificante? Me sentí más sola que nunca.

Pasaron los meses. Decidimos seguir juntos por Paula, o al menos eso nos repetíamos cada noche antes de dormirnos de espaldas. La herida parecía cerrarse, pero bastaba una palabra, un perfume desconocido en su camisa, para que volviera a sangrar.

Años después, cuando creía haberlo superado, el destino me jugó una mala pasada. Fue en la cola del supermercado del barrio de Chamberí. Una mujer de cabello corto y mirada triste me sonrió tímidamente. —¿Eres Lucía? —preguntó.

—Sí… ¿nos conocemos?

—Soy Marina.

El corazón me dio un vuelco. Quise salir corriendo, pero mis pies no respondían.

—Sé que no tienes motivos para hablarme —dijo ella—, pero necesito decirte algo.

Nos sentamos en una cafetería cercana. Marina no era como la había imaginado: ni seductora ni fría. Era una mujer rota, igual que yo.

—No busco tu perdón —empezó—. Solo quiero que sepas que nunca quise hacerte daño. Sergio me habló de ti y de Paula desde el principio. Yo también estaba sola…

La escuché en silencio mientras removía el café con nerviosismo.

—¿Por qué ahora? —pregunté al fin.

—Porque llevo años sintiendo culpa —respondió—. Porque sé lo que es vivir con una herida abierta.

Salí de aquella cafetería con más preguntas que respuestas. ¿Había sido solo culpa de Sergio? ¿O también mía por no ver lo que pasaba en nuestro matrimonio?

Esa noche miré a Sergio mientras dormía y sentí una mezcla de rabia y compasión. La vida nos había cambiado para siempre y yo seguía sin saber si algún día podría perdonarle del todo.

Hoy, mientras escribo esto desde nuestro piso en Madrid, Paula ya es adolescente y Sergio y yo seguimos juntos, aunque nada volvió a ser igual. La herida sigue ahí, invisible pero presente.

Me pregunto: ¿Se puede realmente perdonar una traición? ¿O solo aprendemos a vivir con el dolor? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?