Cuando la amistad se rompe en silencio: la historia de Lucía y Anabel
—No puedo más, Lucía. Hoy no tengo fuerzas para tus problemas —me dijo Anabel, con la voz seca, sin mirarme siquiera a los ojos.
Me quedé helada, con el teléfono apretado entre las manos, sentada en el borde de mi cama, mientras la lluvia golpeaba los cristales de mi piso en Vallecas. ¿Cómo podía ser que, después de casi veinte años de amistad, justo hoy, cuando más la necesitaba, me cerrara la puerta en la cara?
Conocí a Anabel en la oficina de Hacienda, cuando ambas acabábamos de pasar por un divorcio doloroso. Yo tenía 43 años y una hija adolescente, Marta, que apenas me dirigía la palabra. Ella, 45, con dos hijos ya en la universidad y una energía que parecía inagotable. Al principio solo compartíamos cafés rápidos en el descanso, pero pronto las charlas se alargaron hasta bien entrada la tarde, entre risas y confesiones.
Anabel era puro nervio: hablaba alto, gesticulaba mucho y siempre tenía una historia dramática que contar. Yo era más reservada, pero me gustaba escucharla. Me hacía sentir menos sola en aquel Madrid gris y hostil. Cuando su exmarido le dejó una deuda enorme y tuvo que vender el piso familiar, fui yo quien le ayudó a buscar un alquiler decente por Carabanchel. Cuando su hijo mayor suspendió el primer año de carrera y se encerró en su cuarto semanas enteras, fui yo quien le preparó tuppers y le acompañó a hablar con el orientador.
Pero ahora era yo quien necesitaba ayuda. Mi madre había enfermado de cáncer y yo no podía con todo: el trabajo, las visitas al hospital, las peleas con Marta, que cada vez se volvía más distante y agresiva. Llamé a Anabel una noche de domingo, después de discutir con mi hija porque había llegado borracha a casa. Solo quería desahogarme, escuchar su voz cálida al otro lado del teléfono. Pero lo único que recibí fue ese portazo invisible: “Hoy no tengo fuerzas para tus problemas”.
Colgué sin decir nada. Me sentí ridícula por haber esperado otra cosa. ¿Acaso no había sido siempre yo quien escuchaba? ¿No era yo quien le daba consejos cuando se peleaba con su hermana por la herencia? ¿No era yo quien le acompañaba a urgencias cuando le daban ataques de ansiedad?
Los días siguientes fueron un infierno. Mi madre empeoró y tuve que pedir una excedencia en el trabajo. Marta apenas paraba por casa y cuando lo hacía era para gritarme o encerrarse en su cuarto. Me sentía invisible, como si mi vida se hubiera reducido a cuidar a una madre moribunda y a soportar el desprecio de mi propia hija.
Intenté llamar a Anabel otra vez, pero no contestó. Le mandé un mensaje: “Te echo de menos”. No hubo respuesta. Empecé a repasar mentalmente todas nuestras conversaciones pasadas, buscando alguna señal de que nuestra amistad era solo de ida. ¿Había sido siempre así? ¿Había ignorado yo las veces que ella cambiaba de tema cuando yo hablaba de mis problemas? ¿Era posible que nunca hubiera estado realmente ahí para mí?
Una tarde de abril, después de pasar horas en el hospital con mi madre, decidí ir a casa de Anabel sin avisar. Necesitaba verla, necesitaba entender qué había pasado. Llamé al timbre y escuché voces dentro: risas, música baja, olor a tortilla recién hecha. Me abrió su hija pequeña, Paula.
—¡Lucía! Qué sorpresa… Mamá está con unas amigas del trabajo —me dijo, incómoda.
Vi a Anabel sentada en el salón, rodeada de mujeres que apenas conocía. Cuando me vio, puso cara de susto.
—¿Qué haces aquí? —preguntó en voz baja.
—Necesitaba hablar contigo —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Ella se levantó y me llevó al pasillo.
—Lucía… ahora no puedo —susurró—. Estoy agotada. No puedo cargar también con tus cosas.
Me quedé mirándola, incrédula.
—¿Y cuándo has cargado tú con mis cosas? —le pregunté—. Siempre he sido yo quien te ha sostenido.
Ella bajó la mirada.
—No es verdad… —murmuró—. Pero ahora mismo no puedo.
Me fui sin despedirme del resto. Caminé bajo la lluvia hasta mi casa, sintiendo que algo dentro de mí se había roto para siempre.
Pasaron semanas sin hablarnos. Mi madre murió en mayo y solo recibí un mensaje frío: “Lo siento mucho”. Marta ni siquiera fue al entierro; estaba en casa de su padre ese fin de semana y no quiso venir. Me sentí completamente sola por primera vez en mi vida.
Empecé a ir a terapia porque no podía dormir ni comer. La psicóloga me preguntó qué sentía hacia Anabel y no supe qué responderle. Rabia, tristeza, decepción… todo mezclado con una nostalgia amarga por los años compartidos.
Un día recibí una carta manuscrita de Anabel:
“Lucía,
Sé que te he fallado y no sé si algún día podrás perdonarme. No tengo excusas; solo puedo decirte que estaba tan hundida en mis propios problemas que no vi los tuyos. Me he dado cuenta tarde de lo egoísta que fui contigo todos estos años. Ojalá puedas encontrar paz y rodearte de gente que te quiera como mereces.”
La leí varias veces antes de guardarla en un cajón. No sentí alivio ni consuelo; solo una tristeza profunda por lo que habíamos perdido.
Hoy han pasado dos años desde aquella noche en que Anabel me cerró la puerta. Marta ha vuelto a vivir conmigo tras romper con su novio y poco a poco estamos reconstruyendo nuestra relación. He hecho nuevas amigas en el grupo de lectura del barrio; mujeres sencillas, sin grandes dramas ni promesas vacías.
A veces me pregunto si la amistad verdadera existe o si solo es un espejismo al que nos aferramos para no sentirnos solos. ¿Cuántas veces damos sin recibir nada a cambio? ¿Cuándo es el momento justo para dejar ir a alguien que ya no suma en tu vida?
¿Vosotros qué pensáis? ¿Habéis sentido alguna vez que una amistad os ha fallado justo cuando más la necesitabais?