El susurro de los libros: una vida entre páginas y silencios
—¿Vas a llevarte ese libro o solo lo miras como si fuera un secreto?—. La voz me sobresaltó, rompiendo el silencio espeso de la biblioteca. Levanté la vista y vi a una mujer de cabello rizado, sonrisa tímida y ojos tan cansados como los míos. Me sonrojé, incapaz de responder al instante. El libro entre mis manos era “Nada” de Carmen Laforet, y en ese momento sentí que ese título resumía mi vida.
Nunca he sido buena para los comienzos. Ni para los finales. Mi nombre es Lucía, tengo 46 años y, hasta ese día, mi vida había transcurrido en una especie de pausa interminable. Siempre al margen, siempre esperando que algo cambiara sin atreverme a moverme del sitio. Después de la universidad, volví a casa para cuidar de mi madre enferma. Mi padre se había marchado cuando yo era niña y nunca volvió a mirar atrás. Mi madre dependía de mí para todo: medicinas, comidas, compañía. Los años pasaron entre hospitales, recetas y noches en vela.
Cuando ella murió, sentí un alivio que me llenó de culpa. ¿Cómo podía sentirme libre cuando acababa de perder a la única persona que me quedaba? Pero la libertad era una jaula vacía. No tenía amigos cercanos; los pocos que tuve se fueron alejando cuando rechacé sus invitaciones una y otra vez. Nunca tuve pareja estable. Mis relaciones duraban lo que dura un verano en Castilla: poco y con más promesas que realidades.
Después vino mi propia enfermedad. Un diagnóstico inesperado: lupus. Otra vez hospitales, otra vez rutinas médicas, otra vez la sensación de ser una carga para el mundo. Cuando mejoré, ya era tarde para casi todo. O eso pensaba yo.
La biblioteca era mi refugio. Allí nadie preguntaba por qué estaba sola o por qué siempre devolvía los libros antes de tiempo. Allí podía esconderme entre las estanterías y fingir que mi vida era tan interesante como las historias que leía.
—Perdona—dije al fin—. Es solo que… me recuerda a mí misma.
La mujer sonrió con comprensión.
—A veces los libros nos encuentran cuando más los necesitamos—respondió—. Yo soy Teresa, por cierto.
Nos sentamos juntas en una mesa apartada. Hablamos de literatura, pero pronto la conversación derivó hacia nuestras vidas. Teresa era profesora de instituto, divorciada y con un hijo adolescente que apenas le dirigía la palabra.
—A veces pienso que he fracasado en todo—confesó ella—. En el amor, en la maternidad…
La miré sorprendida. ¿Cómo podía alguien tan cálido sentirse así?
—Yo ni siquiera he tenido la oportunidad de fracasar—le respondí con una sonrisa amarga.
Nos reímos juntas, y esa risa fue como abrir una ventana después de años de encierro.
Empezamos a vernos cada semana en la biblioteca. Compartíamos lecturas, cafés en el bar de la esquina y paseos por el Puente Romano cuando el tiempo lo permitía. Poco a poco, Teresa fue deslizándose en mi vida como una melodía suave pero persistente.
Un día me invitó a cenar a su casa. Su hijo, Álvaro, apenas nos saludó antes de encerrarse en su habitación con los cascos puestos.
—No sé cómo llegar a él—me confesó Teresa mientras preparábamos la cena—. Desde que su padre se fue…
La interrumpí con un gesto.
—No tienes que explicarme nada. Sé lo que es crecer con ausencias.
Esa noche hablamos hasta tarde sobre nuestros miedos: el miedo a estar solas, el miedo a no ser suficientes, el miedo a volver a empezar cuando parece que todo está perdido.
Con el tiempo, nuestra amistad se volvió algo más profundo. No fue un romance apasionado ni una historia digna de película; fue un acercamiento lento, lleno de dudas y silencios compartidos. Pero por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien me veía de verdad.
Sin embargo, no todo era fácil. Mi hermano Javier apareció después de años sin dar señales de vida. Quería vender el piso familiar para saldar sus propias deudas.
—No puedes hacerme esto—le dije entre lágrimas—. Este piso es lo único que tengo.
Javier me miró con frialdad.
—Tú siempre has sido la buena hija, la mártir… Pero yo también tengo derecho.
La discusión fue amarga y terminó con amenazas legales. Me sentí traicionada y sola otra vez. Teresa intentó animarme, pero yo me encerré en mí misma durante semanas.
Una tarde recibí una carta del hospital: mis análisis no eran buenos. El lupus había vuelto con fuerza. Sentí que todo se desmoronaba otra vez.
Teresa vino a verme sin avisar.
—No puedes pasar por esto sola—me dijo abrazándome—. Déjame estar contigo.
Lloré como no había llorado desde la muerte de mi madre. Por primera vez permití que alguien viera mi fragilidad sin avergonzarme.
El proceso fue largo y duro. Hubo días en los que quise rendirme, pero Teresa estuvo ahí: llevándome al médico, cocinando para mí, leyéndome en voz alta cuando yo no tenía fuerzas para sostener un libro.
Mi hermano finalmente aceptó esperar antes de vender el piso tras ver mi estado de salud. No fue un acto de amor; fue resignación ante lo inevitable.
Hoy sigo luchando contra la enfermedad y contra mis propios fantasmas. Pero ya no estoy sola. Teresa y yo compartimos una vida sencilla: libros, paseos cortos por la ciudad vieja y silencios cómodos llenos de significado.
A veces me pregunto si es demasiado tarde para empezar de nuevo o si la vida siempre nos da una segunda oportunidad cuando menos lo esperamos.
¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que todo estaba perdido… hasta que alguien os miró como si fuerais lo más importante del mundo?