Cuando la amistad se convierte en deuda: La historia de Carmen y Lucía

—¿De verdad no puedes venir, Carmen? —La voz de Lucía temblaba al otro lado del teléfono, pero ya no era el temblor de la emoción compartida, sino el de la impaciencia contenida.

Miré el reloj. Eran las siete y media de la tarde y mi nieta, Alba, acababa de quedarse dormida en el sofá después de una tarde entera jugando a las muñecas. Mi hija, Marta, me había pedido que la cuidara porque tenía turno doble en el hospital. Sentí el peso de la responsabilidad y, al mismo tiempo, un nudo en el estómago por tener que decirle que no a Lucía otra vez.

—No puedo, Lucía. Marta me necesita. Alba está aquí conmigo —respondí, intentando sonar comprensiva y no culpable.

Un silencio incómodo se instaló entre nosotras. Podía imaginarla apretando los labios, como hacía siempre que algo no le gustaba.

—Siempre tienes una excusa últimamente —dijo al fin, con ese tono frío que me resultaba tan ajeno y tan doloroso.

Colgué el teléfono con manos temblorosas. Me quedé mirando la pantalla negra, preguntándome en qué momento nuestra amistad se había convertido en una lista de favores y obligaciones. ¿Cuándo había dejado de ser suficiente simplemente estar?

Lucía y yo nos conocimos en 1982, en aquel despacho gris de la gestoría Pérez & Hijos, en pleno centro de Valladolid. Éramos dos chicas jóvenes, llenas de sueños y con ganas de comernos el mundo. Compartimos risas, confidencias y hasta bocadillos de tortilla en los descansos. Cuando me casé con Antonio, ella fue mi madrina; cuando nació mi hijo Pablo, fue su madrina también. Éramos inseparables.

Durante años, nuestras vidas siguieron caminos paralelos: bodas, bautizos, comuniones, vacaciones en la playa con los niños jugando juntos en la arena. Siempre estábamos ahí la una para la otra. O eso creía yo.

Pero todo cambió hace dos años, cuando Antonio enfermó. De repente, mi mundo se redujo a hospitales, recetas y noches en vela. Lucía venía a verme al principio, traía tuppers de lentejas y me preguntaba cómo estaba. Pero pronto empezó a pedirme cosas: que la acompañara al médico porque su hija no podía, que le ayudara con los papeles del paro de su marido, que cuidara a su nieto mientras ella iba a yoga.

Yo lo hacía todo encantada. Era mi amiga del alma. Pero cuando Antonio murió y yo caí en una tristeza profunda, Lucía empezó a alejarse. Ya no venía a verme tanto. Sus llamadas eran cada vez más cortas y siempre terminaban con alguna petición: «¿Puedes venir a ayudarme con la mudanza?», «¿Me acompañas al notario?».

Una tarde de otoño, después del funeral de Antonio, me atreví a pedirle ayuda por primera vez:

—Lucía, ¿puedes quedarte conmigo esta noche? No quiero estar sola.

Ella suspiró al otro lado del teléfono.

—Carmen, tengo que madrugar mañana. Además, seguro que tu hijo puede quedarse contigo.

Sentí cómo algo se rompía dentro de mí. Era como si toda nuestra amistad hubiera sido un intercambio silencioso: yo te ayudo mientras tú me sirvas para algo.

Los meses pasaron y la distancia entre nosotras creció. Marta me necesitaba más que nunca; Pablo se había ido a trabajar a Madrid y apenas venía por casa. Yo me volcaba en cuidar a Alba y en ayudar a Marta con lo que podía. Lucía seguía llamando de vez en cuando, pero solo para pedirme favores.

Un día, me atreví a decirle lo que sentía:

—Lucía, echo de menos nuestras charlas. Siento que solo me llamas cuando necesitas algo.

Ella se ofendió:

—¿Ahora resulta que soy una aprovechada? Siempre he estado ahí para ti.

—No lo niego —le respondí—. Pero últimamente siento que nuestra amistad es solo una lista de tareas pendientes.

No volvió a llamarme durante semanas.

La Navidad llegó fría y solitaria ese año. Marta trabajaba en Nochebuena y Pablo no pudo venir por culpa del trabajo. Me senté sola frente al árbol decorado por Alba y recordé todas aquellas nochesviejas en casa de Lucía: risas, villancicos desafinados y copas de cava barato.

El 6 de enero recibí un mensaje suyo: «Feliz Reyes. Espero que estés bien». Ni una palabra más.

Me dolió más de lo que quería admitir. Pensé en llamarla, pero algo dentro de mí se resistió. ¿Por qué tenía que ser siempre yo la que diera el primer paso?

Pasaron los meses y aprendí a llenar mi vida con otras cosas: clases de pintura en el centro cívico, paseos por el Campo Grande con Alba los domingos por la mañana, tardes de café con las vecinas del bloque. Descubrí que podía reírme otra vez sin sentirme culpable.

Pero cada vez que veía a Lucía por la calle —siempre deprisa, siempre con el móvil pegado a la oreja— sentía una punzada en el pecho. ¿Habíamos sido realmente amigas o solo cómplices circunstanciales?

Un día nos cruzamos en el supermercado. Me miró un segundo y bajó la vista hacia su carrito lleno de productos ecológicos.

—Hola —dije yo, forzando una sonrisa.

—Hola —respondió ella, sin detenerse.

Me quedé allí parada unos segundos, sintiéndome invisible.

Ahora escribo esto sentada en mi cocina mientras Alba dibuja corazones en una hoja reciclada. Me pregunto si todas las amistades son así: transacciones disfrazadas de cariño verdadero. ¿O fui yo quien no supo ver las señales? ¿Cuántas veces damos sin esperar nada y cuántas veces esperamos sin darnos cuenta?

Quizá la verdadera amistad sea otra cosa… ¿Vosotros qué pensáis? ¿Habéis sentido alguna vez que vuestra amistad tenía fecha de caducidad?