Entre las paredes que me vieron envejecer

—Mamá, tienes que entenderlo, no puedes seguir sola aquí —la voz de Lucía retumbó en el salón, rebotando entre las fotos familiares y los muebles que mi difunto marido y yo habíamos elegido hace más de cuarenta años.

Me quedé mirando la vieja lámpara del techo, esa que colgamos juntos la tarde que nos mudamos. Mi hija, de pie frente a mí, sostenía una carpeta con papeles y un brillo extraño en los ojos. Detrás de ella, mis nietos jugaban con sus móviles, ajenos al drama que se cocinaba en ese instante.

—¿Y por qué no puedo? —pregunté, sintiendo cómo se me encogía el pecho—. Aquí tengo todo lo que necesito. Aquí viví con tu padre, aquí crecisteis tú y tu hermano. ¿Por qué ahora tengo que irme?

Lucía suspiró, cansada, como si yo fuera una niña caprichosa y no su madre. —Mamá, es por tu bien. Este piso es muy grande para ti sola. Además, podríamos alquilarlo y con ese dinero podrías vivir mucho mejor en una residencia o en una de esas viviendas tuteladas. O incluso en la pequeña de la calle Toledo, la que tiene ascensor y está cerca del centro de salud.

Sentí un frío recorriéndome la espalda. ¿Residencia? ¿Vivienda tutelada? ¿Acaso ya no era capaz de valerme por mí misma? Miré mis manos temblorosas, las mismas que cuidaron de ella cuando era niña, las que prepararon meriendas y curaron rodillas peladas. Ahora esas manos parecían ajenas, inútiles.

—No quiero irme —dije en voz baja—. No quiero dejar mi casa.

Lucía se sentó a mi lado y me tomó la mano. —Mamá, entiéndelo. Yo sola con los niños no llego a fin de mes. Si alquilamos tu piso, podríamos compartir los gastos. Tú estarías más cuidada y yo podría respirar un poco…

Ahí estaba la verdad. No era solo por mi bienestar. Era por el dinero. Por la presión de criar sola a dos niños en una ciudad donde todo sube menos los sueldos. Pero ¿tenía yo que pagar ese precio?

Esa noche no dormí. Me levanté varias veces a mirar por la ventana el viejo tilo del patio, ese árbol que plantamos mi marido y yo el año que nació Lucía. Sus ramas seguían ahí, firmes, desafiando los inviernos y las tormentas. ¿Por qué yo no podía ser como ese árbol?

Los días siguientes fueron un desfile de llamadas, visitas de agentes inmobiliarios y discusiones a media voz. Mi hijo Álvaro, que vive en Valencia, me llamó para decirme que apoyaba a su hermana: —Mamá, es lo mejor para todos. Además, así estarás más cerca de Lucía y los niños.

Pero yo no quería estar cerca de nadie si eso significaba perder mi hogar. Cada rincón de ese piso tenía un recuerdo: el pasillo donde jugábamos a las carreras cuando Lucía era pequeña; la cocina donde mi marido leía el periódico cada mañana; el balcón donde veía pasar la vida mientras regaba mis geranios.

Una tarde, mientras recogía unas cartas del buzón, me crucé con Carmen, mi vecina del tercero.

—¿Qué te pasa, Mercedes? Te veo preocupada últimamente.

No pude evitarlo y rompí a llorar ahí mismo, entre las escaleras y el olor a lejía del portal.

—Quieren echarme de mi casa, Carmen… Mi propia hija…

Carmen me abrazó fuerte. —No lo permitas. Este es tu sitio. Si necesitas ayuda, aquí estamos todos.

Sus palabras me dieron fuerzas. Decidí hablar con Lucía con calma, sin reproches ni gritos.

—Hija —le dije una tarde mientras tomábamos café—, entiendo que lo estás pasando mal. Pero esta casa es mi vida. No puedo dejarla. Si necesitas ayuda económica, podemos buscar otra solución. Quizá vender el coche viejo o pedir una ayuda al ayuntamiento… Pero no me pidas que abandone lo único que me queda.

Lucía lloró entonces por primera vez desde que empezó todo. Me abrazó como cuando era niña y tenía miedo a la oscuridad.

—Perdóname, mamá… Solo quería ayudarte…

La reconciliación fue lenta pero sincera. Buscamos juntas alternativas: alquilar solo una habitación a estudiantes, pedir asesoramiento social, incluso organizar mercadillos para vender cosas que ya no usaba.

El piso sigue siendo mío. Sigo regando mis geranios y viendo crecer el tilo desde la ventana del salón. Lucía viene más a menudo; los niños se quedan algunos fines de semana conmigo y llenan la casa de risas y desorden.

A veces me pregunto si fui egoísta por aferrarme a estas paredes. O si fue Lucía quien pensó más en sus problemas que en mis sentimientos. Pero al final entendimos que el amor también es aprender a escuchar al otro.

¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por los hijos? ¿Y cuándo empieza el derecho a defender lo poco que nos queda? Me gustaría saber qué haríais vosotros en mi lugar.