Entre el ruido de la oficina y el silencio de mi hogar: la historia de Lucía
—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —la voz de Fernando me recibe como un portazo nada más cruzar el umbral. No he tenido tiempo ni de quitarme el abrigo y ya siento el peso de su mirada, esa mezcla de reproche y cansancio que se ha vuelto rutina en nuestra casa del barrio de Chamberí.
No sé cuándo empezó a molestarme tanto su presencia. Antes, cuando nos conocimos en la universidad, Fernando era divertido, espontáneo, incluso un poco caótico. Ahora, cada gesto suyo me irrita: cómo deja los calcetines tirados, cómo se queja del tráfico, cómo suspira cuando le sirvo la cena. Pero lo peor es su insistencia en hablar de todo lo que no funciona: el grifo que gotea, la hipoteca, mi madre que llama demasiado. Todo es una lista interminable de problemas.
—He tenido mucho trabajo —respondo sin mirarle, colgando el bolso en la percha. Miento. Podría haber salido antes, pero me quedé en la oficina ordenando expedientes viejos solo para no volver a casa.
En la notaría, entre papeles y firmas, encuentro una paz extraña. Allí nadie me exige nada personal. Mi jefe, don Emilio, es seco pero justo; mis compañeras, Ana y Pilar, hablan de sus hijos y sus vacaciones. Yo escucho y sonrío, pero nunca cuento nada de mi vida. Me he vuelto experta en esconderme detrás de una sonrisa profesional.
A veces pienso que si pudiera quedarme a dormir en la oficina, lo haría. El silencio del archivo es más acogedor que las discusiones en mi salón. Pero sé que no puedo huir para siempre.
La tensión en casa crece cada día. Mi hija Marta, que estudia segundo de bachillerato, apenas sale de su cuarto. Mi hijo pequeño, Diego, se refugia en la PlayStation para no escuchar los gritos. Y yo… yo me siento culpable por no ser capaz de arreglar nada.
Una noche, mientras ceno sola porque Fernando ha salido con sus amigos del bar de la esquina, recibo un mensaje de Ana: «¿Te apetece tomar un café mañana antes del trabajo?». Dudo unos segundos antes de responder que sí. Quizás necesito hablar con alguien.
En la cafetería de la calle Fuencarral, Ana me mira con esa mezcla de curiosidad y preocupación que tanto temo.
—¿Estás bien, Lucía? Últimamente te noto… no sé… como si estuvieras en otro sitio.
Me muerdo el labio. No quiero llorar delante de ella.
—Es Fernando —susurro—. No soporto estar en casa. Me paso el día deseando que llegue la hora de irme al trabajo.
Ana asiente despacio.
—¿Has pensado en pedir ayuda? A veces hablar con alguien externo ayuda a ver las cosas desde otra perspectiva.
Me río sin ganas.
—¿Ayuda? ¿A quién le importa lo que pase dentro de mi casa? Aquí todo el mundo tiene problemas.
Pero sus palabras se quedan conmigo todo el día. ¿Y si realmente necesito ayuda? ¿Y si esto no es solo una mala racha?
Esa noche llego más tarde aún. Fernando está sentado en el sofá viendo un partido del Atlético. Ni siquiera levanta la vista cuando entro.
—¿Dónde estabas? —pregunta sin emoción.
—Con Ana —respondo—. Tomando un café.
El silencio se hace espeso entre nosotros. De repente, Fernando apaga la tele y me mira fijamente.
—¿Tienes algo que decirme? Porque últimamente parece que te molesto solo con respirar.
No sé qué responder. Siento un nudo en la garganta.
—No es eso… —empiezo, pero él me interrumpe.
—¿Entonces qué es? ¿Te aburro? ¿Te arrepientes de tu vida conmigo?
Las palabras salen solas:
—No lo sé, Fernando. Solo sé que ya no soy feliz. Que cada día me cuesta más volver a casa.
Él se levanta bruscamente y golpea la mesa con el puño.
—¡Pues vete! Si tan mal estás aquí, vete con tus amigas o quédate a dormir en la notaría. ¡A mí también me tienes harto!
Marta aparece en la puerta del pasillo con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Podéis dejar de gritar? —suplica—. No puedo más con esto.
Diego se encierra en su cuarto y oigo cómo sube el volumen del videojuego para no escuchar nuestros reproches.
Me siento derrotada. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Esa noche duermo en el sofá. Pienso en las palabras de Ana: pedir ayuda. Pero ¿cómo se pide ayuda cuando ni siquiera sabes qué necesitas? ¿Cómo se reconstruye una familia rota por el cansancio y los pequeños rencores?
Al día siguiente llego temprano a la notaría. Don Emilio me mira sorprendido.
—¿Todo bien, Lucía?
Asiento y me encierro en el archivo. Allí, entre carpetas polvorientas y documentos olvidados, lloro por primera vez en mucho tiempo.
No sé qué haré mañana. No sé si seré capaz de hablar con Fernando sin herirle más o si podré acercarme a mis hijos sin sentirme una impostora. Solo sé que no quiero seguir escondiéndome.
¿De verdad merece la pena vivir así? ¿Cuántas mujeres como yo se refugian en el trabajo para no enfrentarse a lo que duele en casa?