Un Cachorro Llamado Esperanza: Hilos de Duelo y Familia
—¿Por qué has hecho esto, Nathan? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras el pequeño cachorro de orejas caídas me miraba desde el suelo del salón.
Nathan, mi nieto de doce años, bajó la cabeza. —Pensé que te haría bien, abuela. Desde que el abuelo se fue… —Su voz se quebró y no terminó la frase.
El cachorro, una bolita blanca con manchas marrones, movía la cola con una inocencia que me desarmó. Pero dentro de mí, sentí una punzada de rabia y miedo. No estaba preparada para cuidar de nadie más. Apenas podía cuidar de mí misma desde que Enrique murió hace ocho meses.
Mi hijo Luis entró en ese momento, con el ceño fruncido. —Mamá, ¿qué es esto? ¿De dónde ha salido ese perro?
Nathan se encogió en el sofá. Yo respiré hondo, intentando no llorar delante de ellos. —Ha sido idea de Nathan —dije, intentando sonar firme—. Pero no puedo… No puedo encargarme de un animal ahora.
Luis me miró con esa mezcla de preocupación y cansancio que últimamente era su expresión habitual. —Mamá, bastante tienes ya. No deberías cargar con más responsabilidades.
Sentí cómo la soledad me apretaba el pecho. Desde que Enrique faltaba, la casa era un eco constante de recuerdos: su risa en la cocina, el sonido del fútbol los domingos por la tarde, el olor a café recién hecho. Todo eso se había ido. Y ahora, este cachorro parecía una broma cruel del destino.
Pero Nathan insistió. —Abuela, te prometo que te ayudo. Yo saco al perro, yo le doy de comer… Solo quiero verte sonreír otra vez.
No supe qué decirle. Me quedé mirando al cachorro, que ahora mordisqueaba una zapatilla vieja de Enrique. Sentí una lágrima resbalar por mi mejilla.
Esa noche apenas dormí. El cachorro lloriqueaba en la cocina y yo me debatía entre levantarme a consolarlo o dejarlo solo para que aprendiera a estar sin mí. Al final, venció mi instinto maternal y lo acuné en mis brazos, sintiendo su corazón latiendo rápido contra mi pecho.
Los días siguientes fueron un torbellino. El cachorro —al que Nathan decidió llamar Esperanza— llenó la casa de vida y caos: mordía las patas de las sillas, perseguía su propia cola y me obligaba a salir a pasear por el parque del barrio cada mañana. Allí, entre los bancos y los árboles del Retiro, empecé a cruzarme con otras personas: Carmen, la vecina del tercero, que paseaba a su galgo; Don Manuel, el jubilado que siempre tenía una historia sobre su infancia en Salamanca.
Pero en casa, las cosas no mejoraban. Luis venía cada vez menos. Cuando lo hacía, discutíamos por cualquier cosa: que si no cuidaba bien al perro, que si estaba descuidando mi salud, que si debería vender el piso e irme a vivir con él y su familia a Las Rozas.
—No puedes seguir sola aquí, mamá —me decía una y otra vez—. Esta casa está llena de fantasmas.
Yo le gritaba que no entendía nada, que Enrique seguía aquí conmigo en cada rincón, en cada fotografía amarillenta sobre la cómoda. Y luego me encerraba en el baño a llorar en silencio para que Nathan no me oyera.
Una tarde lluviosa de noviembre, todo estalló. Luis llegó sin avisar y me encontró sentada en el suelo del pasillo, abrazando a Esperanza mientras lloraba desconsolada.
—¡Ya basta! —gritó—. ¡Esto no puede seguir así! Mamá, tienes que dejar ir al abuelo. Tienes que dejar ir este dolor.
Le miré con rabia y tristeza. —¿Y tú qué sabes? ¿Tú crees que es tan fácil? ¿Tú crees que no lo intento cada día?
Nathan apareció en la puerta del salón, con los ojos llenos de lágrimas. —No quiero que discutáis por mi culpa…
Me sentí la peor abuela del mundo. Abracé a Nathan y a Esperanza al mismo tiempo, como si pudiera protegerlos del dolor que yo misma no sabía manejar.
Esa noche hablé con Enrique en voz baja, como hacía cada vez que sentía que el mundo se me venía encima.
—¿Qué hago ahora? —susurré al vacío—. ¿Cómo se sigue adelante cuando todo duele?
Poco a poco, empecé a entender que Esperanza no era una carga, sino una oportunidad. Gracias a ella volví a salir al mundo: retomé mis clases de pintura en el centro cultural; organicé meriendas con las vecinas; incluso me animé a apuntarme a un grupo de senderismo para mayores en la Sierra de Guadarrama.
Luis seguía preocupado, pero empezó a verme diferente: más viva, menos encerrada en mi dolor. Nathan venía cada fin de semana a jugar con Esperanza y juntos reíamos como hacía años no lo hacíamos.
Un día, mientras paseábamos por el Retiro bajo los castaños dorados del otoño madrileño, Nathan me preguntó:
—Abuela, ¿crees que el abuelo estaría orgulloso de ti?
Me detuve un momento y miré al cielo gris entre las ramas.
—No lo sé, cariño… Pero creo que sí estaría contento de vernos juntos, intentando ser felices otra vez.
Ahora sé que el duelo nunca desaparece del todo; solo cambia de forma. A veces es un cachorro travieso; otras veces es una tarde silenciosa o una canción antigua en la radio.
¿Alguna vez habéis sentido que algo pequeño os ha devuelto las ganas de vivir? ¿O que un simple gesto puede abrir viejas heridas y también empezar a curarlas?