Cuando la factura de la boda llegó: el precio del amor

—¿Pero cómo que no podéis ayudar?—grité al teléfono, con la voz quebrada y las manos temblando. Mi madre, Carmen, suspiró al otro lado de la línea, su tono cansado y derrotado.

—Hija, lo hemos intentado todo, pero tu padre perdió el trabajo en la fábrica y apenas llegamos a fin de mes. No podemos poner ni un euro para la boda.

Me quedé en silencio, mirando el vestido blanco colgado en la puerta del armario, ese que había elegido con tanta ilusión en una tienda del centro de Madrid. Mi prometido, Álvaro, entró en la habitación justo entonces, con el móvil pegado a la oreja y el ceño fruncido.

—¿Qué pasa?—preguntó, dejando el teléfono sobre la cama.

—Mis padres no pueden ayudarnos. Nada. Ni para el banquete, ni para las flores, ni siquiera para el DJ que tanto quería mi hermana Lucía.

Álvaro se sentó a mi lado y me abrazó. Pero yo no podía dejar de pensar en los meses de preparativos, en las listas interminables de invitados —la mitad de ellos amigos de mis padres o primos lejanos que ni recordaba— y en las facturas que ya empezaban a acumularse en la mesa del salón.

La boda iba a ser en un cortijo precioso en Toledo. Habíamos soñado con ese lugar desde que fuimos juntos a una boda allí hacía dos años. Pero ahora, cada vez que pensaba en el precio del menú por persona, sentía un nudo en el estómago. ¿Cómo íbamos a pagarlo todo nosotros solos? ¿Y qué íbamos a decirle a los invitados?

Esa noche, discutimos por primera vez desde que nos comprometimos. Álvaro quería recortar la lista de invitados. Yo no podía soportar la idea de decepcionar a mi familia. Mi padre, Antonio, siempre había soñado con una boda grande para su hija mayor. Mi madre lloraba cada vez que hablábamos del tema.

—No podemos invitar a ciento cincuenta personas si no tenemos dinero—dijo Álvaro, con voz firme.

—Pero ya hemos mandado las invitaciones. ¿Qué les digo ahora? ¿Que no vengan porque no podemos pagarles el cubierto?

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Me fui a dormir sin decirle buenas noches.

Los días siguientes fueron un torbellino de llamadas y mensajes. Mi tía Pilar me preguntó si podía llevar a sus tres hijos adolescentes. Mi abuela Rosario insistía en invitar a sus amigas del centro de mayores. Cada vez que colgaba el teléfono, sentía que me ahogaba un poco más.

Una tarde, mientras revisaba los presupuestos con Álvaro, mi hermana Lucía entró en casa sin avisar. Se sentó frente a nosotros y nos miró con seriedad.

—¿Por qué no hacéis algo más pequeño?—sugirió.—Una boda íntima, solo con los más cercanos. Así podríais ahorrar y disfrutar de verdad.

La miré como si estuviera loca. ¿Cómo iba a explicarle eso a mi familia? En España, las bodas son un acontecimiento social; todos esperan ser invitados, todos esperan una gran fiesta. ¿Y si quedábamos como unos tacaños?

Pero la realidad era tozuda: no podíamos pagar una boda de cuento. Empezamos a cancelar proveedores: primero el fotógrafo caro, luego el grupo de música flamenca que tanto le gustaba a mi padre. Cada renuncia era una pequeña derrota.

Una noche, después de cenar, mi padre vino a casa. Se sentó conmigo en la cocina y me cogió la mano.

—Lo siento mucho, hija. Me siento un fracaso por no poder darte lo que te mereces.

Vi lágrimas en sus ojos por primera vez desde que era niña. Le abracé fuerte y lloramos juntos. En ese momento entendí que lo importante no era la fiesta ni las apariencias, sino estar juntos como familia.

Álvaro y yo decidimos hacer una boda civil sencilla en el ayuntamiento, solo con nuestros padres y hermanos. Después organizamos una comida en casa de mis suegros, con tortilla de patatas, croquetas y vino barato del supermercado. Mis amigos trajeron guitarras y cantamos hasta la madrugada.

Al principio sentí vergüenza al contarle a la gente cómo había sido nuestra boda. Pero poco a poco me di cuenta de que lo importante era nuestro amor y la gente que nos quiere de verdad.

Ahora, cuando veo las fotos de ese día —mi madre riendo con mi suegra mientras pelan patatas, mi padre bailando con Lucía en el salón— siento una felicidad profunda y sincera.

A veces me pregunto: ¿Cuántas parejas se rompen por culpa del dinero o las expectativas ajenas? ¿No sería mejor recordar siempre por qué empezamos este camino juntos?

¿Y vosotros? ¿Creéis que merece la pena endeudarse por una boda o es mejor apostar por lo sencillo y auténtico?