El Espejo de la Cocina: Cuando la Vida Da la Vuelta
—¿Otra vez cenando solo, Álvaro? —La voz de Lucía resonó desde el pasillo, firme y serena, como si supiera exactamente lo que estaba haciendo.
Me giré, con el trozo de tortilla aún en la mano, y sentí una punzada de vergüenza. Antes, era yo quien esperaba a Lucía en la mesa, mirándola con desaprobación cuando llegaba tarde del trabajo o cuando se servía una segunda ración. Ahora, ella llegaba radiante, con el uniforme de la clínica veterinaria impecable y una sonrisa que no recordaba haber visto en años.
—He tenido un día largo —murmuré, intentando sonar casual, pero mi voz tembló. La verdad era otra: llevaba semanas sintiéndome agotado, sin ganas de salir ni de ver a nadie. El espejo del baño me devolvía una imagen hinchada y desconocida. El botón del pantalón había saltado dos días antes y lo había arreglado con un imperdible.
Lucía dejó las llaves sobre la mesa y se sirvió un vaso de agua. Me observó con esa mirada suya, mezcla de compasión y distancia. Antes, cuando ella luchaba con su peso y sus inseguridades, yo era el que lanzaba comentarios disfrazados de preocupación:
—Deberías cuidarte más, Lucía. No es sano…
Ahora era yo quien evitaba los ascensores por miedo a cruzarme con los vecinos. Yo quien inventaba excusas para no ir a las cenas familiares. Mi madre me llamaba cada domingo:
—¿Qué tal todo, hijo? ¿Y Lucía? ¿No os animáis a venir a comer este fin de semana?
Siempre respondía lo mismo:
—Estamos muy liados, mamá.
Pero la verdad era que no soportaba las miradas inquisitivas de mi hermana Marta o los comentarios velados de mi cuñado Sergio:
—¡Vaya tripa te estás echando, Álvaro! —decía entre risas.
Lucía, en cambio, parecía flotar por la casa. Había cambiado las galletas por fruta y las tardes de sofá por paseos con su amiga Carmen. Yo la observaba desde la ventana mientras se alejaba con paso ligero, riendo a carcajadas. Sentí celos. No solo por su nueva figura, sino por esa alegría que yo ya no recordaba.
Una noche, después de otra discusión absurda sobre quién debía sacar la basura, exploté:
—¡No sé qué te pasa últimamente! ¡Te crees mejor que yo porque ahora pesas menos!
Lucía me miró en silencio. Sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas.
—No me creo mejor que tú, Álvaro. Solo estoy cansada de sentirme menos. Toda la vida he vivido bajo tu sombra, tus críticas… Ahora que por fin me siento bien conmigo misma, ¿tengo que pedirte perdón?
Me quedé sin palabras. Recordé todas esas veces que le señalé sus defectos en vez de apoyarla. Cómo le quitaba importancia a sus logros y magnificaba sus errores. Ahora era yo quien necesitaba comprensión.
El trabajo tampoco ayudaba. En la oficina, los compañeros hacían bromas sobre mi peso:
—¡Álvaro, deja algo para los demás en el desayuno!
Reía por compromiso, pero por dentro sentía cómo se me encogía el estómago. Empecé a evitar las reuniones y a comer solo en mi despacho.
Una tarde, mientras recogía mis cosas tras otra jornada interminable, recibí un mensaje de Lucía:
«Hoy he conseguido salvar a un cachorro atropellado. Me siento feliz.»
No supe qué responder. ¿Cuándo fue la última vez que sentí orgullo por algo?
Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al baño. Me miré al espejo largo rato. Vi a un hombre derrotado por sus propias palabras. Recordé a mi padre diciéndome de pequeño:
—En esta casa los hombres no lloran.
Pero lloré. Lloré por mí, por Lucía y por todo lo que había perdido por mi orgullo.
Al día siguiente decidí hablar con ella. La encontré en la cocina preparando café.
—Lucía… —empecé titubeando—. Quiero pedirte perdón. Por todo. Por cómo te traté cuando tú estabas mal… Ahora entiendo lo difícil que es mirarse al espejo y no reconocerse.
Ella dejó la cuchara y me abrazó fuerte. Sentí su calor y su perdón antes incluso de escuchar sus palabras:
—Nunca es tarde para cambiar, Álvaro.
Desde entonces intento reconstruirme poco a poco. Salgo a caminar cada mañana antes del trabajo. He dejado los dulces y he vuelto a llamar a mi madre para decirle que iremos a comer el domingo.
Pero lo más difícil ha sido aprender a mirarme sin juzgarme tanto como juzgué a Lucía.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto empatizar hasta que nos toca vivirlo en carne propia? ¿Cuántas veces herimos sin darnos cuenta hasta que somos nosotros los heridos?