La sombra de su pasado: Luchando por nuestro futuro
—¿Otra vez te ha llamado Lucía? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras veía a Isaac mirar su móvil con el ceño fruncido.
Él suspiró, cansado, y dejó el teléfono sobre la mesa del salón. —Es sobre Marcos. Dice que está enfermo y que tengo que ir a recogerle al colegio. Pero sé que no es verdad, ayer mismo me dijo que estaba bien.
Sentí cómo la rabia me subía por dentro, mezclada con una punzada de miedo. No era la primera vez que Lucía, su exmujer, usaba a su hijo para interponerse entre nosotros. Desde que Isaac y yo empezamos a vivir juntos en nuestro piso de Vallecas, cada semana era una batalla distinta: mensajes a deshoras, llamadas fingiendo urgencias, comentarios envenenados delante del niño.
Recuerdo la primera vez que conocí a Marcos. Tenía ocho años y unos ojos enormes, llenos de desconfianza. Me miró como si yo fuera una intrusa en su mundo, y en cierto modo lo era. Su madre se encargó de recordármelo cada vez que podía. «No eres su madre», me soltó una tarde en el parque, cuando fui a recogerle porque Isaac tenía turno doble en el hospital. «No tienes ningún derecho sobre él».
Aquellas palabras me persiguieron durante meses. Empecé a dudar de mi lugar en la vida de Isaac. ¿Era yo solo un parche? ¿Un obstáculo más en la guerra interminable entre él y Lucía?
Las discusiones entre Isaac y yo se volvieron más frecuentes. Él intentaba tranquilizarme, pero yo sentía que me estaba ahogando en una situación que no había elegido. Una noche, después de otra llamada de Lucía —esta vez diciendo que Marcos lloraba porque no quería venir a nuestra casa—, exploté:
—¡No puedo más! —grité—. Siempre es lo mismo. Siempre tienes que ir corriendo cuando ella chasquea los dedos. ¿Y yo? ¿Dónde quedo yo en todo esto?
Isaac me miró con tristeza. —No es tan fácil, Carmen. Es mi hijo. No puedo dejarle tirado.
—¿Y yo? —repetí, con lágrimas en los ojos—. ¿Vas a dejarme tirada a mí también?
El silencio se hizo espeso entre nosotros. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin fuerzas.
Al día siguiente, mientras preparaba café, recibí un mensaje de Lucía: «Deja de meterte en lo que no te importa. Marcos no te quiere en su vida». Sentí un nudo en el estómago. ¿Era verdad? ¿Estaba forzando algo imposible?
Intenté hablar con Marcos esa tarde. Le preparé su merienda favorita —bocadillo de nocilla— y le pregunté si quería jugar conmigo a la consola. Me miró serio y dijo:
—Mamá dice que tú eres la culpable de que papá ya no viva con nosotras.
Me quedé helada. ¿Cómo podía competir con eso? ¿Cómo podía luchar contra un fantasma del pasado que seguía presente en cada rincón de nuestra casa?
Las semanas pasaron y la tensión crecía. Isaac y yo apenas hablábamos de otra cosa que no fuera Lucía o Marcos. Empecé a evitar llegar temprano a casa; me refugiaba en el trabajo o salía a caminar por el Retiro para no pensar.
Una tarde, al volver, encontré a Isaac sentado en el sofá con la cabeza entre las manos.
—No sé qué hacer —me confesó—. Siento que estoy perdiendo a mi hijo… y también te estoy perdiendo a ti.
Me senté a su lado y le cogí la mano. —No quiero ser una carga para ti, Isaac. Pero tampoco quiero vivir así, siempre esperando el próximo ataque de Lucía.
Él asintió, derrotado.
Esa noche tomamos una decisión: buscaríamos ayuda profesional. Fuimos juntos a terapia familiar, primero solos y luego con Marcos. No fue fácil; hubo lágrimas, reproches y silencios incómodos. Pero poco a poco empezamos a entendernos mejor.
Marcos tardó meses en aceptar mi presencia sin recelo. Un día, mientras veíamos una película juntos, se acurrucó a mi lado sin decir nada. Fue un gesto pequeño, pero para mí significó el mundo.
Lucía no dejó de intentarlo; seguía enviando mensajes hirientes y poniendo trabas cada vez que podía. Pero yo aprendí a poner límites y a no dejarme arrastrar por su veneno.
A veces me pregunto si mereció la pena tanto sufrimiento por amor. Si algún día podré mirar atrás sin sentir ese dolor punzante en el pecho.
¿Hasta dónde seríais capaces de llegar por defender vuestra familia? ¿Creéis que el pasado puede dejar de perseguirnos alguna vez?