A los cuarenta, bajo el mismo techo: Mi lucha por ser libre

—¿Otra vez llegas tarde, Luis? ¿No ves que la cena se enfría?— La voz de mi madre retumba en el pasillo, como cada noche. Son las nueve y media y apenas he cruzado la puerta del piso en Chamberí. Me quito los zapatos con torpeza, sintiendo el peso invisible de sus expectativas sobre mis hombros.

—He tenido una reunión, mamá. Ya te lo dije— respondo, intentando no alzar la voz. Pero ella ya está en la cocina, removiendo el cocido con gesto airado.

Tengo cuarenta años y sigo aquí, en la misma casa donde crecí. Mis amigos —los pocos que quedan— se han ido marchando uno a uno: a Barcelona, a Valencia, incluso a pequeños pueblos de Castilla. Yo sigo aquí, atrapado en una rutina que me asfixia. Mi madre, Carmen, nunca ha sabido estar sola desde que papá murió hace quince años. Y yo… yo nunca he sabido decirle que no.

A veces me pregunto si soy un cobarde. Si mi vida se resume en una sucesión de días grises, de cenas recalentadas y discusiones por tonterías. Trabajo como administrativo en una gestoría del centro, un empleo seguro pero anodino. Cada mañana me despierto con la esperanza de que algo cambie, pero cada noche vuelvo a casa y todo sigue igual.

—¿Has visto a tu primo Álvaro?— pregunta mi madre mientras sirve la sopa. —Él sí que ha sabido buscarse la vida. Tiene su propio despacho y una familia preciosa.

No respondo. Ya conozco esa letanía. Álvaro es el hijo perfecto que ella nunca tuvo. Yo soy el hijo que se quedó para cuidarla, para llenar el vacío que dejó papá. Pero últimamente siento que ese vacío también me está devorando a mí.

Una noche, después de otra discusión absurda —esta vez porque olvidé comprar pan— me encierro en mi cuarto y me derrumbo. Siento rabia, tristeza y una culpa que no sé explicar. ¿Por qué no puedo irme? ¿Por qué sigo aquí?

Recuerdo cuando tenía veinte años y soñaba con ser escritor. Quería recorrer Europa en tren, escribir novelas en cafés de París o Lisboa. Pero la enfermedad de papá lo cambió todo. Mamá necesitaba ayuda y yo fui el único que se quedó. Mis hermanas, Lucía y Marta, se casaron pronto y se mudaron lejos. Yo me convertí en el hombre de la casa.

A veces Lucía me llama desde Sevilla:

—Luis, tienes que pensar en ti. Mamá es fuerte, puede apañárselas sola.

Pero no es tan fácil. Mamá llora cuando le hablo de independizarme. Me recuerda todo lo que ha sacrificado por mí: los veranos sin vacaciones, las tardes en el hospital con papá, los cumpleaños celebrados a medias porque el dinero no alcanzaba.

Una tarde de domingo, mientras vemos juntos un programa de televisión, me atrevo a decirlo:

—Mamá, he estado pensando… Quizá debería buscarme un piso.

El silencio es tan denso que casi puedo masticarlo. Ella deja el mando a distancia sobre la mesa y me mira con ojos vidriosos.

—¿Me vas a dejar sola? ¿Después de todo lo que hemos pasado?

Siento un nudo en la garganta. Quiero decirle que no es por ella, que necesito respirar, encontrarme a mí mismo antes de que sea demasiado tarde. Pero sólo consigo balbucear:

—No es eso… Es que necesito cambiar.

Esa noche apenas duermo. Escucho sus pasos por el pasillo, su llanto ahogado tras la puerta del baño. Me siento el peor hijo del mundo.

En el trabajo tampoco encuentro consuelo. Mi jefe, Don Ricardo, me mira con lástima cuando le pido unos días libres para «arreglar asuntos personales».

—Luis, tienes que vivir tu vida— me dice mientras firma mi solicitud.—No puedes cargar siempre con todo.

Pero ¿cómo se hace eso? ¿Cómo se da el paso sin sentir que traicionas a quien más te quiere?

Un viernes cualquiera decido visitar a Marta en Toledo. Su casa es pequeña pero acogedora; sus hijos corren por el pasillo mientras ella prepara café.

—Mamá siempre ha sido así— me dice Marta mientras me sirve una taza.—Controladora, sí… pero también muy sola desde lo de papá. No puedes sacrificarte eternamente por ella.

Esa noche duermo en el sofá de Marta y sueño con trenes que parten hacia destinos desconocidos. Al despertar siento una mezcla de miedo y esperanza.

Al volver a Madrid encuentro a mamá sentada junto a la ventana, mirando la calle como si esperara algo o a alguien.

—He pensado mucho estos días— le digo.—Voy a buscar un piso cerca, para poder venir a verte siempre que quieras… pero necesito mi espacio.

Ella no responde enseguida. Sus manos tiemblan ligeramente sobre el regazo.

—¿Y si te pasa algo? ¿Y si me necesitas?

—Mamá… Si no lo intento ahora, nunca lo haré.

Las semanas siguientes son un torbellino: visitas a inmobiliarias, cajas de cartón apiladas en mi cuarto, discusiones y silencios incómodos. Pero también hay momentos de ternura: una foto antigua encontrada entre libros, una receta compartida por última vez.

El día de la mudanza llueve a cántaros. Mamá me abraza fuerte antes de irme; sus lágrimas se mezclan con las gotas en mi abrigo.

—Siempre serás mi niño— susurra.

Mientras cierro la puerta tras de mí siento miedo… pero también una extraña ligereza. Por primera vez en años tengo la sensación de estar empezando algo mío.

Ahora escribo estas líneas desde mi pequeño estudio en Lavapiés. A veces echo de menos el olor del cocido o las discusiones por tonterías. Pero también disfruto del silencio, del espacio para pensar y soñar.

¿Es egoísta buscar mi felicidad? ¿Cuántos más viven atrapados entre el amor y la culpa? ¿Alguna vez habéis sentido ese vértigo al intentar ser libres?