El regreso de Marta: secretos, lágrimas y segundas oportunidades
—¡Mamá, por favor, no le digas nada a papá todavía!—. La voz de Marta temblaba mientras abrazaba a su hijo pequeño, Hugo, que se aferraba a su peluche como si fuera un salvavidas. Era casi medianoche cuando sonó el timbre. Mi marido, Manuel, y yo estábamos viendo las noticias en la tele del salón. No esperábamos visitas. Cuando abrí la puerta y vi a mi hija mayor, con el rostro hinchado de llorar y una maleta en la mano, sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
—¿Pero qué ha pasado, hija? ¿Por qué no avisaste?— le pregunté, intentando no sonar alarmada.
Marta bajó la mirada. —No podía quedarme ni un minuto más en casa. Aleksander… tiene otra mujer. Me lo ha confesado hoy. Dice que quiere el divorcio.
Manuel apareció detrás de mí, con el ceño fruncido. —¿Pero cómo? ¿Ese sinvergüenza? ¿Y ahora qué vais a hacer?
Marta no respondió. Solo abrazó más fuerte a Hugo y entró en casa como una sombra. Aquella noche apenas dormimos. Yo me quedé sentada en la cocina, escuchando los sollozos ahogados de mi hija desde la habitación de invitados.
Al día siguiente, mientras preparaba café, noté que Marta apenas probaba bocado. Tenía ojeras profundas y evitaba mi mirada. Cuando Hugo salió al parque con su abuelo, me acerqué a ella.
—Marta, tienes que contarme la verdad. ¿Hay algo más?
Ella dudó un instante antes de romper a llorar.
—Estoy embarazada otra vez, mamá. De dos meses. Y no se lo he dicho a Aleksander. Ni pienso hacerlo.
Me quedé helada. —¿Pero cómo no vas a decírselo? Es el padre…
—¡No!— gritó ella, casi histérica—. No quiero que ese hombre tenga nada que ver con este bebé. Ya bastante daño me ha hecho.
La abracé, sintiendo su cuerpo temblar como una hoja. Recordé cuando era pequeña y venía corriendo a mis brazos tras una pesadilla. Ahora la pesadilla era real y yo no sabía cómo protegerla.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Manuel estaba furioso con Aleksander y no paraba de hablar de abogados y custodia. Yo intentaba mantener la calma por Hugo, que preguntaba cada noche cuándo volverían a casa con papá.
Una tarde, mientras Marta doblaba ropa en su antigua habitación, entré sin llamar.
—¿Has pensado qué vas a hacer con el embarazo?— pregunté en voz baja.
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé, mamá. No quiero volver con Aleksander. Pero tampoco quiero criar sola a dos niños… Me siento una inútil.
Me senté junto a ella y le cogí la mano.
—No eres una inútil. Eres valiente por salir de esa casa y protegerte a ti y a tus hijos. Pero esconderle el embarazo… ¿no crees que es injusto para todos?
Marta se secó las lágrimas con rabia.
—¿Y qué gano diciéndoselo? ¿Que venga a reclamarme al bebé? ¿Que me haga la vida imposible?
No supe qué responderle. En España, los divorcios son cada vez más frecuentes, pero nadie te prepara para ver a tu hija pasar por esto. Ni para sentirte impotente ante sus decisiones.
Esa noche, después de acostar a Hugo, Marta y yo nos sentamos en la terraza con una manta sobre las piernas. El aire olía a jazmín y las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos.
—¿Te acuerdas cuando papá estuvo en paro y casi perdemos el piso?— le pregunté de repente.
Marta asintió.
—Yo tenía miedo cada día. Pero nunca te lo dije para no preocuparte. Ahora entiendo que los secretos solo hacen más grande el dolor.
Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Tengo miedo, mamá. Miedo de estar sola, miedo de equivocarme…
La abracé fuerte.
—No estás sola. Pase lo que pase, estamos contigo.
Pasaron las semanas y Marta empezó a buscar trabajo desde casa para poder cuidar de Hugo y prepararse para el bebé que venía en camino. Manuel seguía insistiendo en que debía contarle la verdad a Aleksander, pero yo veía cómo mi hija se desmoronaba cada vez que lo mencionábamos.
Un día recibimos una carta del abogado de Aleksander: reclamaba la custodia compartida de Hugo y exigía ver al niño los fines de semana. Marta se derrumbó.
—¿Ves? Si se entera del embarazo hará lo mismo con este bebé… No puedo soportarlo.
Intenté convencerla de que enfrentarse a la verdad era mejor que vivir con miedo, pero ella seguía encerrada en su decisión.
Una tarde lluviosa, mientras Hugo dormía la siesta, Marta me confesó algo más:
—A veces pienso que todo esto es culpa mía. Que si hubiera sido mejor esposa…
La interrumpí enseguida.
—No digas eso nunca más. Nadie merece ser traicionado así. Tú has hecho todo lo posible por tu familia.
El tiempo pasaba lento y pesado como una losa sobre nuestros hombros. Las discusiones entre Marta y Manuel eran cada vez más frecuentes; él no entendía su silencio ni su miedo. Yo intentaba mediar, pero sentía que la familia se resquebrajaba por momentos.
Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos todos juntos, Hugo preguntó:
—¿Cuándo vamos a volver con papá?
Marta se quedó pálida y salió corriendo al baño para vomitar. Manuel apretó los labios y yo sentí un nudo en el estómago.
Esa misma tarde, Marta me miró con determinación por primera vez en semanas.
—Voy a decírselo todo a Aleksander. No puedo seguir viviendo así. Prefiero enfrentarme al dolor ahora que vivir con miedo toda la vida.
La abracé llorando, orgullosa de su valentía aunque asustada por lo que vendría después.
Ahora escribo estas líneas mientras Marta habla por teléfono con Aleksander en el salón. No sé qué pasará mañana ni si las heridas sanarán algún día. Pero sí sé que los secretos solo nos aíslan y nos hacen más daño del que creemos soportar.
¿De verdad es mejor callar para protegernos o debemos afrontar la verdad aunque duela? ¿Cuántas familias viven atrapadas en silencios por miedo al qué dirán?