El silencio de Lucía: Cuando la familia se rompe en Navidad
—Mamá, Marta cree que lo mejor es que nos veamos solo en Navidad y en los cumpleaños —me dijo Daniel, mi hijo mayor, sin mirarme a los ojos. La taza de café temblaba entre mis manos. Sentí cómo el silencio se hacía más denso en la cocina, como si el aire se hubiera llenado de plomo.
No supe qué responder. ¿Cómo podía ser que después de todo lo que había hecho por él, por ellos, ahora me relegaran a un par de días al año? Recordé el día en que les entregué las llaves del piso, ese piso que me costó años de sacrificio y noches sin dormir. «Es para vosotros, para que empecéis vuestra vida juntos sin preocupaciones», les dije entonces, con una sonrisa que ahora me parece ingenua.
Mi historia no es diferente a la de tantas mujeres españolas de mi generación. Me llamo Lucía y hace veinte años mi marido, Antonio, se marchó con otra mujer. Daniel tenía diez años y Ana, mi hija pequeña, apenas cuatro. No hubo tiempo para lamentos: había que sacar adelante a los niños. Mi madre, Rosario, fue mi bastón. Ella los llevaba al colegio mientras yo trabajaba en la panadería del barrio desde las seis de la mañana. Por las tardes, entre harina y bollos, pensaba en cómo pagar la hipoteca y si algún día podría darles algo más que comida y techo.
Nunca volví a casarme. No porque no quisiera, sino porque nadie parecía dispuesto a aceptar el paquete completo: una mujer cansada y dos hijos con heridas abiertas. Pero no me rendí. Cuando Daniel terminó la carrera de Derecho, lloré como una niña. Ana estudió Magisterio y ahora trabaja en un colegio público de Vallecas.
Hace tres años Daniel conoció a Marta. Al principio me pareció una chica simpática, aunque reservada. «Es tímida», me decía Daniel. Pero con el tiempo noté cómo evitaba las reuniones familiares, cómo sus respuestas eran siempre cortas y su sonrisa forzada. Cuando anunciaron que se casaban, les ofrecí el piso donde vivíamos mi madre y yo antes de que ella falleciera. «No queremos molestar», dijeron al principio, pero aceptaron.
La boda fue sencilla pero bonita. Yo estaba feliz, aunque algo dentro de mí me decía que las cosas no iban bien. Después del viaje de novios, apenas venían a verme. Si llamaba para invitarles a comer los domingos, Marta siempre tenía una excusa: «Tenemos planes», «Estamos cansados», «Quizá otro día».
Una tarde de otoño, decidí pasarme por su casa sin avisar. Llevaba una tarta de manzana recién hecha. Marta abrió la puerta y su cara se tensó al verme.
—Hola Lucía… ¿No nos habías avisado?
—No, pero pensé que os gustaría merendar algo dulce —intenté bromear.
Me dejó pasar, pero la incomodidad era palpable. Daniel estaba en el despacho trabajando y apenas salió a saludarme. Marta puso la mesa en silencio y apenas probó la tarta.
—Lucía, agradecemos mucho todo lo que has hecho por nosotros —dijo finalmente—, pero necesitamos nuestro espacio. Quizá sería mejor si nos viéramos solo en ocasiones especiales.
Sentí un nudo en la garganta. No quise montar una escena delante de ella, así que recogí mis cosas y me fui lo antes posible. Aquella noche no pude dormir. Llamé a Ana llorando.
—Mamá, no te lo tomes así —me consoló—. Daniel está muy influenciado por Marta, pero seguro que se le pasa.
—¿Y si no? ¿Y si he perdido a mi hijo para siempre?
Los días pasaron lentos y pesados. En el barrio todos sabían lo del piso: «¡Qué suerte tienen esos chicos!», decían las vecinas en la cola del supermercado. Yo asentía con una sonrisa triste.
En Navidad preparé mi famoso cordero al horno y decoré la casa como cuando los niños eran pequeños. Daniel y Marta llegaron tarde y se fueron pronto. Apenas hablaron conmigo. Ana intentaba animar el ambiente contando anécdotas del colegio, pero yo solo podía mirar a mi hijo y preguntarme qué había hecho mal.
Después de Reyes recibí un mensaje de Daniel: «Mamá, gracias por todo. Nos vemos en tu cumpleaños». Ni una llamada, ni una visita inesperada. Solo mensajes fríos y distantes.
Empecé a salir más con mis amigas del centro cultural: clases de sevillanas, excursiones al Escorial… Pero nada llenaba el vacío que sentía cada vez que pasaba por delante del piso que ahora era suyo.
Un día me encontré con Carmen, la madre de Marta, en el mercado.
—Lucía, ¿estás bien? —me preguntó con voz preocupada.
—Sí… Bueno, ya sabes cómo son los jóvenes ahora —mentí.
Ella bajó la mirada y murmuró:
—Marta siempre ha sido muy suya… No te lo tomes como algo personal.
Pero ¿cómo no iba a tomármelo como algo personal? Había dado todo por mi familia y ahora me sentía como una extraña.
A veces pienso en mi madre y en cómo ella nunca me juzgó ni me apartó cuando las cosas se pusieron feas con Antonio. Me pregunto si yo he sido demasiado protectora o demasiado generosa. ¿Debería haber puesto condiciones al regalarles el piso? ¿O simplemente aceptar que los hijos crecen y se alejan?
Hoy he vuelto a preparar tarta de manzana. La cocina huele a infancia y recuerdos felices. Me siento sola, pero también orgullosa de haber criado a dos hijos buenos y trabajadores. Quizá algún día Daniel entienda lo que significa ser madre.
¿Vosotros qué pensáis? ¿Es justo que una madre acabe siendo invitada en la vida de sus propios hijos? ¿O es ley de vida aprender a soltar?