La casa de la discordia: Un año bajo el mismo techo

—¿Otra vez has dejado los platos sin fregar? —La voz de Carmen, mi suegra, retumba en la cocina como un trueno inesperado. Me giro, con el estropajo aún en la mano, y la miro intentando no perder la calma.

—Estoy en ello, Carmen. Solo he ido a sacar la basura —respondo, pero sé que da igual lo que diga. Desde que nos mudamos aquí, hace ya casi un año, cada pequeño gesto se convierte en una batalla.

Nunca pensé que acabaría viviendo en el pueblo de mi marido, Rubén. Cuando me lo propuso, después de que me despidieran del trabajo en Madrid y él recibiera una oferta para teletrabajar, parecía lógico: ahorraríamos dinero y ayudaríamos a su madre, que ya no puede cuidar sola del huerto y la casa. «Será solo un tiempo», me prometió Rubén. «Aquí estaremos tranquilos». Qué ingenua fui.

El primer mes fue casi idílico. Carmen nos recibió con los brazos abiertos, cocinaba sus guisos manchegos y nos contaba historias de cuando Rubén era niño. Pero pronto la convivencia empezó a resquebrajarse. Todo tenía que hacerse a su manera: la comida, la limpieza, incluso el orden de las toallas en el baño. Si alguna vez intentaba cambiar algo —poner una maceta nueva en la ventana, reorganizar los armarios—, Carmen lo notaba al instante y lo devolvía a su sitio sin decir palabra, pero con una mirada que helaba la sangre.

Rubén intentaba mediar, pero siempre acababa cediendo ante su madre. «Es mayor, hay que entenderla», me decía. Pero yo sentía que cada día perdía un poco más de mi espacio y mi voz. Empecé a salir a pasear sola por los caminos polvorientos del pueblo, buscando aire y silencio. A veces me sentaba en la plaza y veía pasar a las vecinas con sus bolsas del mercado, hablando en voz baja sobre mí: «La nuera de Carmen, la de Madrid…». Nunca me sentí tan extranjera en mi propio país.

Una tarde de otoño, mientras recogía tomates en el huerto con Carmen, intenté romper el hielo:

—¿Le gustaría que plantáramos algunas flores? Podríamos alegrar un poco el jardín.

Carmen me miró por encima de las gafas.

—Aquí siempre ha habido huerto, no jardín. Las flores no se comen.

Me mordí la lengua para no contestar. Esa noche le conté a Rubén lo que había pasado.

—No te lo tomes así —me dijo él, distraído con el móvil—. Ya sabes cómo es mi madre.

Pero yo sí me lo tomaba así. Cada día era un recordatorio de que ese no era mi hogar. Empecé a buscar trabajo otra vez, aunque fuera a distancia. Pero en el pueblo no hay buena conexión y las entrevistas por Zoom eran un desastre: se cortaba el audio, los perros ladraban al fondo, Carmen entraba sin avisar preguntando si quería lentejas o cocido.

La tensión fue creciendo hasta que explotó una noche de invierno. Habíamos invitado a unos amigos de Madrid a cenar. Carmen insistió en cocinarlo todo ella misma y cuando intenté ayudarla me apartó con brusquedad:

—Tú qué vas a saber de cocina manchega.

Durante la cena, apenas habló y cuando los amigos se fueron me echó en cara haber traído «gente extraña» a su casa sin consultarle.

—¡Pero es nuestra casa también! —grité por primera vez desde que llegamos.

Rubén intervino:

—Por favor, no empecéis otra vez…

Esa noche dormí sola en el sofá del salón. Lloré en silencio hasta quedarme dormida.

A partir de entonces todo fue cuesta abajo. Carmen empezó a dejarme notas pasivo-agresivas por la casa: «No olvides limpiar el baño después de usarlo», «Recuerda regar las plantas como te dije». Rubén cada vez estaba más ausente; se refugiaba en su despacho y salía solo para comer o cenar.

Un día recibí una llamada de mi amiga Lucía desde Madrid:

—¿Cuándo vuelves? Aquí tienes sitio en mi piso si lo necesitas.

Me tembló la voz al responderle:

—No lo sé… No quiero dejar solo a Rubén, pero esto me está matando.

La gota que colmó el vaso llegó una mañana de primavera. Encontré mis cosas del baño apiladas en una caja junto a la puerta.

—He decidido limpiar el baño a fondo —me dijo Carmen sin mirarme—. Mejor guarda tus cosas en tu habitación.

Sentí que ya no podía más. Esa tarde le dije a Rubén que necesitaba irme unos días a Madrid para aclarar mis ideas. No intentó detenerme.

Ahora escribo esto desde el tren, viendo cómo los campos manchegos se alejan por la ventanilla. Me pregunto si alguna vez podré volver a sentirme en casa en algún sitio. ¿Cuántos sacrificios son razonables por amor? ¿Hasta dónde debemos ceder antes de perdernos a nosotros mismos?