Cuando la casa ya no es tuya: El día que mi hijo y su mujer volvieron

—¿Mamá, tienes un minuto? —La voz de Sergio retumbó en el pasillo, rompiendo el silencio de la tarde. Yo estaba en la cocina, removiendo el café con una mano temblorosa. Sabía que esa pregunta nunca traía buenas noticias.

—Claro, hijo, dime —respondí, intentando sonar tranquila.

Sergio entró seguido de Lucía, su mujer. Ella evitaba mirarme a los ojos. Él se aclaró la garganta.

—Nos han echado del piso. El casero quiere vender y no tenemos a dónde ir… ¿Podemos quedarnos aquí, aunque sea unas semanas?

Sentí un nudo en el estómago. Mi piso de dos habitaciones en Vallecas era pequeño, pero era mío. Mi refugio tras años de trabajo en la biblioteca municipal, mi rincón de paz desde que enviudé hace seis años. Pero miré a mi hijo, vi el cansancio en sus ojos, y asentí sin pensarlo demasiado.

—Por supuesto, Sergio. Esta siempre será tu casa.

No sabía entonces que esa frase sería el principio del fin de mi tranquilidad.

Las primeras noches fueron incómodas pero soportables. Lucía se ofreció a cocinar, Sergio ayudaba con la compra. Pero pronto los roces empezaron a aparecer. Una mañana, al ir al baño, encontré la puerta cerrada con llave. Escuché risas y susurros al otro lado. Esperé diez minutos, quince… Al salir Lucía, ni siquiera se disculpó.

—Perdona, necesitaba privacidad —dijo secamente.

Me mordí la lengua. No quería problemas. Pero al día siguiente fue la lavadora: Lucía había metido toda su ropa sin preguntar y dejó mi colada mojada en una bolsa.

—Mamá, Lucía tiene entrevistas y necesita la ropa limpia —me justificó Sergio.

—¿Y yo? ¿No tengo derecho a organizar mi casa? —pregunté, pero nadie respondió.

Las semanas se convirtieron en meses. Empecé a sentirme una extraña en mi propio hogar. Caminaba de puntillas para no molestarles cuando veían series hasta tarde en el salón. Dejé de invitar a mis amigas a tomar café porque Lucía siempre ponía mala cara o se encerraba en la habitación con Sergio.

Una tarde, mientras fregaba los platos, escuché una conversación entre ellos:

—Tu madre es muy controladora —susurró Lucía—. No puedo vivir así mucho tiempo.

—Es cuestión de tiempo —contestó Sergio—. En cuanto encuentre trabajo estable, nos vamos.

Me dolió más de lo que esperaba. ¿Controladora? ¿Por querer un poco de orden? ¿Por querer sentirme en casa?

Empecé a notar cómo mi salud se resentía. Dormía mal, tenía ansiedad cada vez que oía la llave girar en la puerta. Un día, mientras recogía los restos del desayuno que nadie había limpiado, exploté:

—¡Esto no puede seguir así! ¡No soy vuestra criada!

Sergio me miró sorprendido. Lucía ni siquiera levantó la vista del móvil.

—Mamá, solo estamos pasando una mala racha…

—¡Pero es MI casa! —grité—. No puedo ni sentarme en mi propio sofá sin sentirme incómoda.

Lucía bufó:

—Siempre igual…

Me encerré en mi habitación y lloré como hacía años no lo hacía. Recordé cuando Sergio era pequeño y corría por este mismo pasillo con los pantalones manchados de barro. ¿En qué momento dejamos de entendernos?

Al día siguiente intenté hablar con Lucía mientras preparaba café.

—Lucía, sé que esto no es fácil para nadie…

Ella me interrumpió:

—No quiero discutir. Solo quiero tranquilidad.

Me quedé helada. ¿Y mi tranquilidad? ¿Quién pensaba en mí?

Las cosas empeoraron cuando Sergio encontró un trabajo temporal en una tienda de deportes y empezó a llegar tarde. Lucía y yo apenas nos cruzábamos palabras. Un día encontré mis fotos familiares guardadas en un cajón para hacer sitio a sus libros de autoayuda en la estantería del salón.

Esa noche esperé a Sergio despierta.

—Hijo, esto no puede seguir así —le dije con voz cansada—. No quiero echaros, pero necesito recuperar mi espacio.

Sergio suspiró:

—Lo sé, mamá… Pero Lucía está muy agobiada y yo no sé cómo ayudarla.

—¿Y yo? ¿Quién me ayuda a mí?

No supo qué decirme.

Pasaron dos semanas más hasta que una mañana encontré una nota en la mesa:

“Mamá, hemos encontrado un estudio pequeño cerca del metro. Gracias por todo. Perdona si te hemos hecho sentir mal.”

Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. La casa volvió a estar en silencio, pero ya no era el mismo silencio cálido de antes; era un silencio lleno de preguntas sin respuesta.

Ahora camino por el pasillo y miro las marcas en la pared donde colgaban sus abrigos. Me siento sola, pero también libre por primera vez en meses.

¿Hice bien en dejarles quedarse? ¿O debería haber puesto límites desde el principio? ¿Cuántas madres españolas viven esta misma historia sin atreverse a decir basta?