La herencia que nunca dejaré: una decisión de madre
—¿Pero cómo puedes hacerle esto a tu propio hijo, mamá? —La voz de Lucía retumba en el pasillo, cargada de rabia y lágrimas contenidas.
Me quedo quieta, con la mano temblando sobre la mesa de la cocina. El reloj marca las siete y media, y en la calle, el bullicio del barrio de Chamberí apenas logra colarse por la ventana. Me repito una y otra vez que he hecho lo correcto, pero el peso de la culpa me aplasta el pecho.
—No es justo, mamá —insiste Lucía—. Papá siempre dice que tú eres demasiado dura con Diego. ¿Por qué no puedes tratarle igual que a mí?
Respiro hondo. Miro a Lucía, mi hija pequeña, la que siempre fue más comprensiva, más cercana. Diego, en cambio… Diego es otra historia. Desde pequeño fue rebelde, desafiante. Yo intentaba ser justa, pero criarles sola después de que su padre se marchara a Valencia con su nueva pareja no fue fácil. La pensión llegaba puntual, sí, pero los gastos siempre eran mayores: el alquiler, los libros del colegio, las excursiones que nunca pude pagarles.
—No es cuestión de justicia —le digo al fin—. Es cuestión de responsabilidad.
Lucía se cruza de brazos y me mira como si fuera una extraña. Siento que la distancia entre nosotras crece con cada palabra.
Recuerdo aquella noche en la que Diego no volvió a casa. Tenía diecisiete años y yo llevaba horas llamando a hospitales y comisarías. Cuando por fin apareció, borracho y con los ojos rojos, solo acerté a abrazarle y llorar. Él me apartó con brusquedad.
—No me agobies, mamá. No soy un crío —me gritó entonces.
Desde ese día, nuestra relación se fue resquebrajando. Yo intentaba acercarme, pero él siempre encontraba una excusa para marcharse: primero las fiestas, luego los trabajos temporales que nunca duraban más de dos meses. Lucía, en cambio, estudiaba, trabajaba los veranos en la biblioteca municipal y me ayudaba en casa sin que se lo pidiera.
Ahora Diego tiene treinta años y sigue viviendo en el piso de su novia en Vallecas. No ha conseguido mantener un empleo estable y cada vez que le llamo para preguntarle cómo está, me responde con monosílabos o directamente no contesta.
Hace dos semanas recibí una carta del banco: mi hipoteca está casi pagada. Podría vender el piso y dejarles algo a cada uno cuando yo falte. Pero he decidido no hacerlo. No habrá herencia para Diego. Ni para Lucía tampoco, aunque ella no lo entiende todavía.
—¿Y si algún día lo necesita? —insiste Lucía—. ¿Y si tú te equivocas?
Me levanto y busco las palabras adecuadas. No quiero herirla más, pero tampoco puedo mentirle.
—No quiero que ninguno de los dos espere nada de mí cuando ya no esté —le digo—. He pasado media vida luchando para que salgáis adelante sin depender de nadie. No quiero que una herencia os convierta en personas conformistas o resentidas.
Lucía llora en silencio. Me duele verla así, pero sé que tengo razón. En España, la familia lo es todo; aquí nadie entiende que una madre decida no dejar nada a sus hijos. Mis amigas del centro de mayores me miran horrorizadas cuando lo cuento.
—Pero mujer, ¿y si tus hijos te lo echan en cara? —me preguntó Carmen el otro día mientras jugábamos al dominó.
—Ya me lo echan —le respondí—. Pero prefiero que me odien ahora a que vivan esperando algo que quizá nunca llegue.
La verdad es que tengo miedo. Miedo a morirme sola, miedo a equivocarme. Pero también estoy cansada de ser siempre la que da sin recibir nada a cambio. Diego nunca me ha preguntado cómo estoy; solo llama cuando necesita dinero o cuando le han echado del trabajo otra vez.
El otro día vino a casa después de meses sin aparecer. Se sentó en el sofá y encendió un cigarro sin pedirme permiso.
—¿Sabes qué? —me dijo—. Al final todos acabamos igual: solos y sin un duro.
Le miré y sentí lástima. No por él, sino por mí misma, por haber criado a un hijo incapaz de ver más allá de su propio ombligo.
—¿Y tú qué vas a hacer cuando yo no esté? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Buscarme la vida, supongo.
Quizá eso es lo único que puedo dejarle: la oportunidad de buscarse la vida sin esperar nada de nadie. Como hice yo cuando su padre se fue y tuve que limpiar casas ajenas para pagar el colegio concertado al que tanto insistí en mandarles.
Lucía sigue viniendo cada domingo a comer conmigo. A veces hablamos del pasado; otras veces simplemente nos sentamos juntas a ver la televisión en silencio. Sé que ella me perdonará algún día. Diego… no lo sé.
Esta noche me siento frente al ordenador y escribo mi testamento: “A mis hijos Lucía y Diego no les dejo bienes materiales; les dejo mi ejemplo y mi cariño”. Firmo con mano firme y cierro los ojos.
¿Es egoísmo o valentía tomar esta decisión? ¿Cuántas madres españolas se atreven a romper con lo esperado por miedo al qué dirán? ¿Y si al final resulta que el mayor legado es enseñarles a vivir sin depender de nadie?