No llegué al altar: Mientras planeábamos nuestra boda, mi prometido y su padre vendían a escondidas nuestro piso

—¿Pero cómo que el piso ya no es nuestro? —grité, con la voz quebrada, mientras miraba a Sergio a los ojos, buscando una pizca de verdad en su mirada esquiva.

Era una tarde de abril en Madrid. El sol entraba por la ventana del salón, iluminando las cajas de invitaciones de boda que mi madre y yo habíamos estado preparando toda la semana. Mi hermana Marta revolvía los catálogos de vestidos sobre la mesa, y mi padre discutía con mi tío sobre el menú del convite. Todo era ilusión y nervios. Hasta ese momento.

Sergio llegó tarde, como casi siempre últimamente. Llevaba días distante, pero yo lo achacaba al estrés del trabajo y los preparativos. Cuando entró, no saludó a nadie. Me pidió que saliéramos a hablar fuera. Supe que algo no iba bien.

—Lucía, tenemos que hablar —dijo, bajando la voz—. Es sobre el piso…

Mi corazón se aceleró. El piso era nuestro sueño: un pequeño ático en Lavapiés, con terraza y vistas a los tejados rojizos. Lo habíamos conseguido con ayuda de nuestros padres, hipotecándonos hasta las cejas. Allí íbamos a empezar nuestra vida juntos después de la boda.

—¿Qué pasa con el piso? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.

Sergio evitó mi mirada y sacó unos papeles del bolsillo.

—Mi padre… Bueno, hemos tenido que venderlo. No te lo conté antes porque… porque pensé que encontraríamos otra solución.

Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. ¿Venderlo? ¿Sin decirme nada? ¿Mientras yo elegía flores y canciones para nuestro primer baile?

—¿Cómo que lo habéis vendido? ¡Ese piso es de los dos! ¡Era nuestro futuro! —mi voz temblaba entre la rabia y la incredulidad.

Sergio intentó tocarme el brazo, pero me aparté.

—Lucía, no había otra opción. Mi padre tenía problemas con Hacienda… Si no lo hacíamos así, nos lo quitaban igual. Pensé que podríamos buscar otro sitio después de la boda…

—¿Después de la boda? ¿Y cuándo pensabas decírmelo? ¿En la luna de miel? —le espeté, sintiendo las lágrimas arder en mis mejillas.

En ese momento, mi madre salió al pasillo y nos miró preocupada. Yo no podía más. Entré corriendo al baño y cerré la puerta tras de mí. Me miré al espejo: el maquillaje corrido, los ojos hinchados. ¿Cómo podía haber sido tan ingenua?

Esa noche no dormí. Mi cabeza era un torbellino de preguntas sin respuesta. ¿Por qué Sergio me había ocultado algo tan importante? ¿Por qué su padre tenía tanto poder sobre nuestras decisiones? Recordé todas las veces que don Manuel había opinado sobre nuestra boda, sobre el piso, sobre mi trabajo… Siempre metiendo baza, siempre decidiendo por nosotros.

Al día siguiente, convoqué a Sergio y a su padre en casa de mis padres. No quería más secretos ni medias verdades.

—Quiero saberlo todo —dije nada más sentarnos en el salón—. ¿Desde cuándo planeabais vender el piso?

Don Manuel tomó la palabra con ese tono altivo que siempre me había puesto nerviosa:

—Lucía, hija, esto es un asunto familiar. Sergio es mi único hijo y tenía que ayudarme. No podíamos dejar que Hacienda nos embargara todo.

—¿Y yo qué soy? ¿Un mueble más del piso? —le respondí, sin poder contenerme.

Mi padre intervino entonces:

—Aquí nadie es un mueble, Manuel. Habéis jugado con la confianza de mi hija y eso no tiene perdón.

La tensión era insoportable. Sergio apenas hablaba; parecía un niño pequeño regañado por su padre.

—Lucía, yo… Yo solo quería protegerte —balbuceó Sergio—. Pensé que si te lo decía antes te ibas a agobiar y…

—¿Protegerme? ¿Ocultándome la verdad? —le corté—. ¿Así es como empieza un matrimonio?

Mi madre me abrazó fuerte mientras yo rompía a llorar otra vez. Sentí vergüenza, rabia y una tristeza infinita.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi familia quería cancelar la boda; mis suegros insistían en seguir adelante como si nada hubiera pasado. Marta me decía que pensara en mí misma por una vez en la vida.

Una tarde, mientras paseaba por El Retiro intentando aclarar mis ideas, me encontré con Ana, una amiga del instituto que siempre había sido muy directa.

—Tía, si te han mentido ahora, ¿qué te hace pensar que no lo harán otra vez? —me soltó sin rodeos.

Sus palabras me golpearon como una bofetada de realidad. Empecé a recordar todas las pequeñas mentiras de Sergio: cuando decía que trabajaba hasta tarde pero luego veía fotos suyas en el bar con sus amigos; cuando prometió que ahorraríamos para viajar juntos pero siempre había algún gasto «imprevisto»…

Esa noche tomé una decisión. Llamé a Sergio y le pedí que viniera a casa.

—No puedo casarme contigo —le dije mirándole a los ojos—. No después de esto. No puedo empezar una vida basada en secretos y medias verdades.

Sergio intentó convencerme, lloró, suplicó… Pero ya era tarde. Algo dentro de mí se había roto para siempre.

La noticia corrió como la pólvora entre familiares y amigos. Algunos me apoyaron; otros decían que estaba exagerando, que todos tenemos problemas y hay que saber perdonar.

Pero yo sabía que había hecho lo correcto. Prefería enfrentarme al dolor ahora que vivir una mentira toda la vida.

Hoy escribo esto desde el pequeño cuarto de mi infancia, rodeada de cajas con recuerdos de una boda que nunca fue. A veces me pregunto si fui demasiado dura o si debería haber dado otra oportunidad… Pero luego recuerdo esa sensación de traición y sé que no podía hacer otra cosa.

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Se puede construir una vida juntos cuando la confianza se ha roto así?