A Fuego Lento: Entre el Sabor y el Orgullo
—¿Otra vez arroz recalentado, Elizabeth? —La voz de José retumbó en la cocina, mezclándose con el silbido de la olla a presión.
Me detuve, cuchara en mano, sintiendo cómo el vapor me quemaba la cara y las palabras me quemaban el alma. Había llegado tarde del trabajo, como siempre, después de cruzar media ciudad en el colectivo atestado y soportar los gritos del jefe. Pero para José, nada de eso importaba. Él quería su comida fresca, hecha al momento, como si yo tuviera ocho brazos y el tiempo detenido.
—No tuve tiempo de ir al mercado, José. Hice lo que pude —respondí, tratando de mantener la voz firme.
Él bufó y se sentó a la mesa con ese gesto que tanto conocía: los brazos cruzados, la mirada fija en el mantel de hule con flores desteñidas. Mi suegra decía que los hombres de su familia eran así, exigentes con la comida porque así los criaron en su pueblo de Veracruz. Pero yo nací en Ciudad de México, donde la vida corre rápido y nadie tiene tiempo para lujos diarios.
Mientras servía el arroz y los frijoles refritos —lo único que pude improvisar—, sentí una punzada en el pecho. No era solo cansancio; era esa sensación amarga de no ser suficiente. Recordé a mi madre, siempre sonriente aunque tuviera que estirar el dinero para alimentar a cinco hijos. ¿Por qué yo no podía ser como ella?
José probó una cucharada y frunció el ceño.
—¿No pudiste hacer aunque sea unas tortillas frescas? Esto sabe a nada.
Las palabras cayeron como cuchillos. Me mordí los labios para no llorar. Sabía que si lo hacía, él diría que soy dramática, que exagero todo. Así que apreté los dientes y me senté frente a él, mirando mi plato vacío.
El silencio se hizo pesado. Afuera, los vecinos reían en el patio mientras asaban carne. El olor llegaba hasta nuestra ventana, mezclándose con el aroma tibio del arroz recalentado. Pensé en salir corriendo, dejarlo solo con su orgullo y su hambre, pero mis pies no se movieron.
—¿Sabes qué? —dije al fin—. Mañana cocinas tú.
José levantó la vista, sorprendido.
—¿Qué dijiste?
—Eso. Mañana cocinas tú. Yo también trabajo todo el día, ¿o crees que mi cansancio vale menos?
Él no respondió. Solo bajó la mirada y siguió comiendo en silencio. Yo sentí una mezcla de miedo y alivio. Por primera vez en años, le puse un límite.
Esa noche dormimos espalda con espalda. Escuché su respiración pesada y pensé en todas las veces que me había callado por miedo a perderlo. Pero ¿de qué servía tenerlo si cada día me sentía más sola?
Al día siguiente, salí temprano sin preparar nada. Dejé una nota en la mesa: «Hoy te toca a ti». En el trabajo, mis compañeras notaron mi tristeza.
—¿Qué te pasa, Eli? —preguntó Mariana mientras servíamos café en la sala de maestros.
—Nada… cosas de casa —respondí, pero ella insistió hasta que solté todo: las exigencias de José, mi cansancio, mi miedo a no ser suficiente.
Mariana me abrazó.
—No estás sola. A veces hay que dejar que ellos aprendan lo que cuesta sostener un hogar.
Volví a casa con el corazón apretado. Al abrir la puerta, sentí un olor extraño: algo quemado. Encontré a José en la cocina, rodeado de ollas sucias y tortillas medio crudas.
—No sé cómo le haces —admitió él, bajando la cabeza—. Pensé que era fácil… pero no pude ni hacer un huevo decente.
Por primera vez vi a José vulnerable, sin ese escudo de orgullo que tanto daño nos había hecho. Me acerqué despacio y le tomé la mano.
—No se trata solo de cocinar —le dije—. Se trata de entendernos, de apoyarnos…
Él asintió y me abrazó fuerte. Lloré en su hombro todo lo que no había llorado en años.
Esa noche cenamos juntos lo poco que había salido bien: tortillas quemadas y café aguado. Pero por primera vez en mucho tiempo, sentí que compartíamos algo más que una mesa: compartíamos el cansancio, las frustraciones y las ganas de seguir adelante.
Desde entonces, José empezó a ayudarme más en casa. No fue fácil; hubo días en que volvía a sus viejas costumbres y yo tenía que recordarle lo mucho que valía mi esfuerzo. Pero aprendimos a hablar más y exigirnos menos.
A veces pienso en todas las mujeres que callan por miedo o costumbre. ¿Cuántas cenas recalentadas habrán servido con lágrimas escondidas? ¿Cuántos Josés siguen creyendo que merecen todo sin dar nada a cambio?
Hoy miro a José mientras pela papas para la cena y me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos que el orgullo pese más que el amor? ¿Y tú… hasta cuándo vas a callar por miedo a perder lo poco que tienes?